Por Armando Chaguaceda
Seguir usando el término «progresismo», afirmativa o peyorativamente, como denominación de una sola polaridad política, es una trampa evitable, de la cual podemos liberarnos.
El término progresista sigue usándose de forma genérica en la opinión pública. Con una connotación positiva desde las izquierdas, en contraposición (también simplificadora) a la opción de derecha etiquetada como reaccionaria. Los recientes eventos electorales de la política española, entre otros, reviven estos usos donde un error conceptual acompaña una intencionalidad política. Un tema lo suficientemente relevante como para animar su discusión.
El sentido de una idea
Progresismo, en tanto narrativa y cosmovisión, remite a la idea de progreso, concebida como proceso de cambios paulatinos y sostenidos en el tiempo que provee innovaciones (técnicas, culturales, productivas, morales) favorables a la existencia humana. Enmarcados por la Modernidad como época y la Ilustración en tanto movimiento intelectual, las nociones de progreso y progresismo remiten a una filosofía de la historia y un sentido de la existencia humana (individual y colectiva) preñadas de esperanza y optimismo.
Al ubicar el fenómeno dentro de un mapa de cosmovisiones sociales, podemos identificar sus contenidos. Si la polaridad politica contrapone democracia y autocracia (según los principios organizativos del poder); la polaridad ideológica diferencia izquierdas y derechas (a partir de concepciones distintas del desarrollo y justicia sociales); la polaridad cultural diferencia ciertas posturas que consideran naturales las jerarquías entre naciones, clases, razas, géneros, religiones y culturas de aquellas que buscan ampliar el progreso de capacidades y libertades de los distintos sujetos, individuales y colectivos.
Ser progresista supone apostar a lo secular, la diversidad y el pluralismo como atributos y horizontes deseables de la evolución social, dentro y fuera de Occidente. Sin impulsarla mediante una ingeniería social revolucionaria, sin resistirla con la violencia reaccionaria, siendo ambos legados de los totalitarismos, de izquierda y de derecha, del siglo XX.
La realidad del cambio
Ser progresista pasa por reconocer la legitimidad de nuevas demandas sociales, así como la confianza de la acción pública para convertirlas en derechos y empoderar (sin desprecio de sujetos o agendas tradicionales) a sujetos preteridos y/o emergentes. Así, el progresismo habita diversas corrientes ideológicas y actores políticos. Se trata de una noción transideológica, que debe evaluarse por la correspondencia entre promesas y realizaciones, pues las ideologías (en tanto conjuntos de ideas y valores que orientan nuestra percepción y transformación política del mundo), deben ser siempre reconocidas en su diversidad y evaluadas en su concreción.
Los progresos en materia de derechos y capacidades no son monopolio de una ideología particular. Derivan de la acción y consensos logrados en un marco democrático.
La política latinoamericana (en sus dimensiones legales, institucionales y de provisión), muestra que los avances progresistas de beneficio concreto para las sociedades se han producido en países donde las agendas de gobierno y oposición, aunque guiadas por ideologías distintas, convergían en un entorno democrático.
Progresismo en América Latina
Si evaluamos la realización de elecciones libres y justas (condición básica, aunque no suficiente, para el progreso de la política democrática), los casos de mayor vulneración son tres autocracias revolucionarias (Cuba, Nicaragua y Venezuela), acompañadas por populismos conservadores (El Salvador, Guatemala) sacudidos por el personalismo, la violencia criminal y la fragilidad institucional. Gobiernos como los de Argentina, Costa Rica, Chile y Uruguay, con diversa orientación ideológica, han mantenido una calidad adecuada en esos procesos de elección popular.
El reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo (causa progresista emblemática) fue conseguido en Argentina (2010), Brasil (2013), Uruguay (2013), Colombia (2016), Ecuador (2019), Costa Rica (2020) y Chile (2022). Al aprobarse, gobernaban fuerzas de izquierda en los tres primeros países. En los otros cuatro lo hacían formaciones de centro y derecha. Los eventos recientes de criminalización de la comunidad y el activismo LGBT en Venezuela y Cuba coinciden con la homofobia de aquellos liderazgos y movimientos iliberales de la derecha latinoamericana estrechamente aliados al fundamentalismo religioso.
En materia de política pública, en la coyuntura de crisis sanitaria desatada por el covid-19, los países se distinguieron en cuanto a formas (punitivas o no) de control de los movimientos humanos y la transparencia en el monitoreo de la gestión gubernamental. Siendo el derecho a la vida un criterio esencial para evaluar el progreso, los países punteros en cobertura de vacunación (Argentina, Cuba, Chile, Panamá, Uruguay) poseían, menos la isla caribeña, gobiernos de origen y desempeño democráticos.
Lo político, antes que lo ideológico, parece marcar el horizonte de posibilidad del progresismo realmente existente. Claro que puede usarse el termino entrecomillado, como identificador de agendas y alianzas (geo)políticas particulares (la Internacional Progresista, por ejemplo) pero sin que ello equivalga a endosar la narrativa que identifica palabra y contenido.
Una ruta posible
En una entrevista reciente, un periodista interrogaba a Luis Lacalle Pou, presidente de Uruguay, sobre su postura ante una idea de lo progresista identificada «como concepto político y asociada a la izquierda». A lo cual el presidente contestó: «Me gusta la palabra progreso, y de allí me gusta la palabra progresista […]. No sé si la tiene comprada, alquilada, en usufructo o en comodato». Tiene razón el mandatario. Como sucede con los derechos humanos, el progresismo realmente existente es un fenómeno transideológico.
Dentro de un contexto nacional y global intrínsecamente plural, los liderazgos, movimientos y programas políticos deben evaluarse con apego a sus realizaciones, no a supuestos normativos autorreferentes. El saldo del último siglo (en términos de libertad, equidad y prosperidad) de las izquierdas y derechas revela que ninguna polaridad puede presumir, a priori y monopólicamente, la encarnación del progreso humano. Este cobra vida en el cruce, dinámico y a ratos conflictivo, de agendas nacidas desde diversos ismos, que hacen de la deliberación, el gradualismo, el consenso y el pluralismo medios para una sociedad mejor. Seguir usando el termino progresismo, afirmativa o peyorativamente, como denominación de una sola polaridad política, es una trampa evitable, de la cual podemos liberarnos. Y así liberaremos, de paso, al propio progresismo.
Original de Dialogo Politico