Las disputas entre Estados Unidos y China o el avance de Europa están frenando los alcances de la investigación científica. Así, mientras cada potencia busca proteger su conocimiento e industria, impiden que lleguen al resto del mundo, perjudicando el progreso global.
Sabios que viajaban en la Antigüedad, universidades y monasterios medievales, sociedades científicas modernas, organizaciones como la Unesco… La cooperación ha marcado el progreso científico y tecnológico global. También sirve como termómetro geopolítico. En la Guerra Fría, el intercambio científico entre los bloques comunista y capitalista se vio muy restringido. La ciencia traía progreso, pero también ventaja estratégica: las armas nucleares o la carrera espacial simbolizaron esa rivalidad.

Con mejores relaciones en los años setenta, ambos bloques comenzaron a colaborar en materia espacial. Los resultados, mediante experimentos en el propio espacio, fueron grandes avances en la medicina, la lucha contra el cambio climático o tecnologías avanzadas como el GPS. Hoy en día, sin embargo, las tensiones entre Estados Unidos y China, el auge de India, la invasión rusa de Ucrania, el brexit o la autonomía estratégica europea están mermando la cooperación científica internacional. Esto podría desacelerar el progreso social y frenar nuevos avances: es decir, provocar un “invierno tecnológico”.
La ciencia como arma geopolítica
La última década ha estado marcada por el descontento generalizado con la globalización. Un caldo de cultivo para una nueva ola de proteccionismo. Mientras Estados Unidos y Europa se vaciaban de fábricas, sus lugares de destino comenzaban a crecer. China, India y otros países empezaban a ganar terreno en los ránkings de PIB mundial aprovechando la transferencia de conocimiento y el aumento demográfico. Pronto, la tecnología antes atesorada por Occidente empezó a tener apellidos no europeos.
Entre 2016 y 2020, por ejemplo, China publicó casi el doble de artículos científicos sobre inteligencia artificial que Estados Unidos. India iba detrás. Según el índice de 2022 de la revista Nature, la Academia de las Ciencias china es el centro de mayor impacto científico global, en parte por el aumento del gasto en I+D+i de un 0,56% del PIB en 1996 a un 2,14% en 2018. Este gasto se concentra cada vez más en centros regionales o nacionales, como los chinos o indios, que favorecen la investigación en clave nacional.
El conocimiento científico es un arma de doble filo. Por un lado, ayuda a los países a crear productos y conquistar nuevos mercados. Por otro, es clave para tener mejoras militares y estratégicas. Las mejoras en inteligencia artificial, por ejemplo, pueden ayudar al tráfico de las ciudades o a los Gobiernos a crear mejores políticas contra el cambio climático. Pero también a los servicios de inteligencia a analizar grandes cantidades de datos o a países no democráticos a llevar a cabo campañas de vigilancia masiva.
La tecnología, por tanto, impacta en el equilibrio de poderes. Cuando Estados Unidos con Donald Trump comenzó una guerra comercial con China, no tardó en volverse una guerra tecnológica. Las sanciones y los controles a la exportación de tecnología estadounidense a China, como los chips con Joe Biden, o a Rusia, sólo eran la punta del iceberg. Washington busca impedir que países no democráticos, rivales geopolíticos y económicos, fabriquen la tecnología del futuro. Limitar la cooperación científica es un paso para lograrlo.
Una competencia que perjudica al mundo
Sin embargo, restringir el acceso a la ciencia y proteger el conocimiento puede perjudicar a otros países, en especial los menos desarrollados. La cooperación científica internacional ha dado avances en salud, facilitando el acceso a tratamientos contra enfermedades. También en el derecho a la educación, con el intercambio de investigadores que favorece la igualdad de oportunidades y la transferencia de conocimiento. Limitar el acceso a investigaciones científicas reduce la capacidad de países de Asia, África y América Latina de solucionar problemas urgentes en salud, agricultura o servicios básicos. A largo plazo también podría perjudicarles frente a desafíos como el cambio climático. Por otra parte, impide que las técnicas e investigación punteras salgan de los países desarrollados hacia otros rincones del mundo.
Numerosos documentos internacionales han ratificado a la ciencia como derecho para garantizar el progreso humano. Por ejemplo, la Declaración sobre el uso del progreso científico y tecnológico de la ONU de 1975 establece que la ciencia y la tecnología deben beneficiar a la humanidad y estar disponibles para todas las personas. También los hay a nivel nacional: en 2009, el Parlamento de Finlandia establecía el acceso a internet de banda ancha como derecho fundamental.
Sin embargo, en plena guerra comercial, Estados Unidos y China restringieron la influencia tecnológica del otro. Washington limitó los visados de estudiantes chinos y buscó evitar que extrabajadores de empresas chinas relacionadas con el Gobierno pudieran trabajar en universidades estadounidenses. Bajo el pretexto de la seguridad nacional, pretendía que no solicitaran acceso en programas de ciencia y tecnología para después llevar ese conocimiento a China. El gigante asiático, por su parte, es el país que más coarta el comercio y las inversiones extranjeras en su mercado tecnológico. Entre 1997 y 2006 apenas quince leyes y políticas regulaban el acceso; entre 2007 y 2016 ya eran 54.
Aunque sean medidas sobre todo entre dos países, existe un efecto cascada: cuando dos gigantes tecnológicos deciden no cooperar, la industria se ve obligada a tomar partido. En campos como la inteligencia artificial esto supone acceder a fuentes de financiación incompatibles con colaborar con investigadores de rivales geopolíticos y diseminar información sólo en los límites que impone el Gobierno. Como consecuencia, los países sin recursos para competir por talento y conocimiento pierden interés, hay menos dinero para investigar y la ciencia avanza más lento, afectando a la humanidad en conjunto.
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