De intelectual, estadista brillante, negociador destacado y premio Nobel de la Paz, pasó a ser considerado cínico, arrogante, ególatra y criminal de guerra. O tal vez todas estas características aplican a la vez. A medida que pasa el tiempo, cada vez se cuestiona más a Henry Kissinger, el hombre que ha desempeñado casi todos los roles en Estados Unidos.
Aunque hace décadas que este antiguo asesor de Seguridad Nacional y Secretario de Estado de Richard Nixon (1969-1974) y Gerald Ford (1974-1977) no ocupa un cargo gubernamental, su influencia sigue proyectándose hasta el día de hoy. Ya sea opinando sobre la guerra en Ucrania o la inteligencia artificial, en su centenario, Kissinger continúa expresando sus opiniones con una lucidez envidiable. Esto se debe a que muchos se las solicitan, porque le encanta estar en el centro de atención y quizás también para intentar limpiar un legado lleno de claroscuros.

Se le ha atribuido haber impulsado una política exterior tan pragmática que se mostró insensible a las consideraciones morales. «Hace 50 años, en su quincuagésimo cumpleaños, era celebrado como uno de los estadounidenses más admirados», recuerda el profesor Thomas Schwartz. «Pero eso ya no es así, la historia y los historiadores no han sido precisamente amables con él», añade Schwartz, quien también es autor de la biografía «Henry Kissinger y el poder estadounidense».
Heinz Alfred Kissinger nació el 27 de mayo de 1923 en Fürth, Alemania, en una familia judía que emigró a Nueva York para escapar del nazismo cuando él era apenas un adolescente. Aunque Kissinger siempre ha negado que su infancia traumática lo haya marcado de por vida, muchos discrepan.
Jeremi Suri, profesor de la Universidad de Texas y autor de «Henry Kissinger y el siglo estadounidense», considera que debido a su experiencia como refugiado judío, Kissinger siempre ha estado preocupado por el caos y ha buscado imponer orden en el mundo. Según Suri, Kissinger también cree que Estados Unidos es una nación superior que debe desempeñar un papel especial.
Desde ser el arquitecto de la política de distensión con la Unión Soviética, que cambió el curso de la Guerra Fría, hasta el artífice de la normalización de las relaciones con China y el intelectual que frenó la proliferación nuclear, Kissinger, quien según sus conocidos carece de humildad, desea ser recordado por estas contribuciones. También aspira a ser reconocido como el gran mediador en el Medio Oriente y como el premio Nobel de la Paz que puso fin a la guerra de Vietnam.
Sin embargo, Kissinger no quiere que se recuerde, ni que le recuerden, que a diferencia de él, su homólogo vietnamita, Le Duc Tho, devolvió el premio Nobel debido a que su país seguía en conflicto después de los Acuerdos de París.
También preferiría que se pasara por alto su respaldo a dictaduras como las de Argentina y España, su participación en la Operación Cóndor para reprimir a opositores de izquierda en América Latina, y el hecho de que muchos lo acusan de tener las manos manchadas de sangre por su apoyo al golpe de Estado contra Salvador Allende. Incluso llegó a decir: «No podemos permitir que Chile se vaya a las alcantarillas» en 1970.
«A Kissinger no le molestaban las dictaduras. De hecho, le gustaban si estaban del lado de Estados Unidos y mantenían al comunismo alejado de América Latina», explica Mario Del, Pero, historiador de Sciences Po en París y autor de la biografía «The Eccentric Realist», en una entrevista con EFE. «En un país que había perdido su rumbo político y moral debido a la guerra de Vietnam, Kissinger ofreció un mensaje claro y directo: la moral no tiene cabida en las relaciones internacionales», agrega.
Incluso el libro más vendido del periodista Christopher Hitchens en 2001 lo acusó de crímenes de guerra por sus acciones en Camboya, Timor Oriental y Chile. Estas críticas eran impensables en los años 70, cuando Kissinger era el hombre más popular del país.
La construcción de un mito lo llevó a aparecer en portadas de revistas como Superman, salir con estrellas de Hollywood sin tener particularmente atractivo y eclipsar al propio presidente. En Washington, se bromeaba diciendo: «¿Qué pasaría si Kissinger muriera? Que Richard Nixon se convertiría en presidente».
Schwartz cuenta que «su historia personal lo convirtió en una figura fascinante. La cobertura mediática de la época se asemeja a la que tuvo Barack Obama en 2008». A pesar del escándalo de Watergate, Kissinger ha seguido siendo omnipresente en editoriales, libros, conferencias y entrevistas, alimentando el mito con el cual muchos se han querido fotografiar, desde Hillary Clinton y Donald Trump hasta Vladímir Putin y Xi Jinping.
Sin embargo, también ha invertido mucho tiempo en refutar las duras críticas en su contra, algo que no tolera. Siempre se dijo que tenía la «piel más fina» de la Administración. Recientemente, en una entrevista con la cadena estadounidense CBS, respondió visiblemente molesto que las acusaciones de crímenes de guerra «reflejan ignorancia».
A pesar de su imagen obstinada, sus biógrafos aseguran que puede ser encantador en persona y que una buena manera de romper el hielo con él es hablar de fútbol o de ópera. Sin embargo, lo que no desaparece en las distancias cortas son sus inconfundibles gafas de pasta y su enorme ego. «Quiere ser recordado como un Mandela o un Gorbachov, pero creo que será recordado por un legado más ambiguo»,
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