Por Tizanio Breda
El aplauso que está logrando Nayib Bukele por sus medidas frente a la delincuencia plantea el riesgo de que otros países latinoamericanos y de otras regiones decidan replicarlas. El tejido social y de seguridad particular de El Salvador y los riesgos para la democracia son factores a tener en cuenta.
Ha pasado poco más de un año desde que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, lanzara una “guerra contra las pandillas”, instaurando un estado de excepción que desde entonces se renueva mensualmente. El gobierno afirma haber detenido a 66.000 presuntos pandilleros, proyectando una imagen de lucha sin cuartel contra las organizaciones criminales que ha dado como resultado una notable reducción en los índices de homicidios. Esto le ha granjeado a Bukele la aprobación no solo de la mayoría de los salvadoreños, sino de millones de ciudadanos de toda América Latina. Sus métodos se han convertido tanto en una herramienta de política exterior como en un impulsor de disputas electorales en la región. Pero, ¿son “exportables” a otros países? ¿Y, de ser así, deberían serlo?
El estado de excepción de El Salvador
El estado de excepción acarrea un conjunto de medidas extraordinarias para responder a alteraciones masivas del orden público: amplían la detención preventiva de 72 horas a 15 días, facilitan las escuchas telefónicas, restringen la libertad de reunión y el derecho a la legitima defensa ante los tribunales. Estas medidas surgieron como respuesta al estallido de violencia de marzo de 2022, cuando una de las principales bandas criminales del país, la Mara Salvatrucha (MS-13), encabezó la oleada de asesinatos que dejó 87 muertos en un fin de semana, al parecer como consecuencia de la ruptura de negociaciones secretas con el gobierno. El gobierno acompañó la medida con la aprobación de reformas para endurecer las penas por delitos relacionados con las bandas, incluida la afiliación a ellas, hasta un mínimo de 30 años, lo que allanó el camino para una redada sin precedentes contra antiguos y actuales miembros y colaboradores de estos grupos criminales. En solo 12 meses, las autoridades afirman haber detenido a más de 66.000 personas que, sumadas a las 40.000 que ya están en la cárcel, han llevado al país a tener la tasa de población reclusa más alta del mundo, con 1 de cada 50 ciudadanos entre rejas. El gobierno inauguró el pasado mes de febrero una megaprisión construida en tiempo récord, preparada para albergar hasta 40.000 delincuentes. Bukele hizo públicas las imágenes de los primeros traslados de pandilleros, semidesnudos y alineados en el suelo, boca abajo, bajo la atenta mirada de los agentes de seguridad.
El atractivo de los métodos de Bukele
Por brutales que parezcan, los métodos de Bukele asestaron un golpe a las organizaciones criminales que habían sembrado el caos en el país durante décadas, desmantelando muchas de sus operaciones y contribuyendo posteriormente a reducir los niveles de violencia a mínimos históricos. Y los salvadoreños están sintiendo el cambio. En 2022, las autoridades informaron de 495 homicidios, una cifra impensable hace tan solo ocho años, cuando superaban los 6.600. Esta disminución continúa en 2023 y, basándose en las tendencias actuales, podría terminar con alrededor de 200 muertes por violencia, lo que se traduce en una tasa de asesinatos comparable a la de los países europeos. Es comprensible, por tanto, que alrededor del 80% de los entrevistados en cualquier encuesta reciente apoyen el estado de excepción.
El aparente éxito y popularidad de estas medidas ha resonado en toda América Latina. También a través de las redes sociales, por donde circulan los vídeos, minuciosamente editados, de la contundente reacción de El Salvador a la criminalidad nacional. Políticos de todo el hemisferio han percibido la oportunidad de utilizar su ejemplo en su propio beneficio. Los representantes de la oposición en Colombia, Chile y Argentina utilizaron las medidas del presidente de El Salvador como punto de referencia para criticar la relativa inacción de sus gobiernos nacionales en el ámbito de la seguridad. Los aspirantes presidenciales de Guatemala y la República Dominicana, además, prometieron que seguirían los pasos de Bukele si resultaban elegidos.
El gobierno hondureño de Xiomara Castro, cediendo a las crecientes críticas por el aumento percibido de las actividades de extorsión, impuso un estado de excepción similar en diciembre de 2022, circunscrito inicialmente a 160 comunidades de las dos ciudades más violentas del país, Tegucigalpa y San Pedro Sula, que a principios de abril se amplió a 50 municipios. Sin embargo, a diferencia de su vecino, las autoridades hondureñas solo han detenido hasta ahora a unos 4.000 presuntos delincuentes, y la cifra de 235 homicidios registrados en enero fue menor, aunque no a años luz, de los 269 registrados en noviembre. Al parecer, la mayoría de las personas detenidas están siendo puestas en libertad por falta de evidencias.
Por qué los métodos de Bukele no pueden aplicarse en otros lugares
A pesar del atractivo de las medidas de El Salvador, algunos impedimentos prácticos reducen las opciones de que otros países puedan aplicar medidas similares, o al menos de que éstas den los mismos resultados.
En primer lugar, el aparente éxito de la red de arrastre de Bukele está entrelazado con el claramente definido panorama delictivo de El Salvador. A diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, las actividades ilícitas en El Salvador se concentran en entornos urbanos y suburbanos densamente habitados, donde solo tres bandas criminales –la Mara Salvatrucha y las dos facciones del Barrio 18– ejercen una hegemonía virtual. La distribución espacial de sus “áreas de influencia”, además, había sido acordada informalmente en una negociación denominada la Tregua (2012-14), lo que facilitaba a las autoridades el rastreo de los crímenes violentos hasta cualquiera de los dos grupos.
Un segundo elemento crucial se refiere, en efecto, a la preparación de las autoridades para encarcelar a decenas de miles de miembros de las bandas y mantener el control en las cárceles. Desde 2014, cuando la Tregua se vino abajo y estalló una guerra abierta entre las pandillas y las fuerzas de seguridad, las autoridades salvadoreñas comenzaron a elaborar una base de datos con los miembros de las pandillas de más de 75.000 entradas, en un país que apenas supera los 6,5 millones de habitantes. Además, El Salvador cuenta con más de 25.000 policías y 20.000 militares desplegados en misiones de seguridad pública, incluso antes de que el presidente Bukele anunciara la duplicación del ejército en julio de 2021. Aunque superados en número por los miembros de las bandas, la proporción de un agente de seguridad por cada 100 habitantes no es una hazaña menor. En el caso de Honduras, a pesar de doblar el tamaño y la población de El Salvador, cuenta con menos de 40.000 policías y militares.
Por último, las autoridades salvadoreñas han logrado imponer su autoridad en el sistema penitenciario, después de que la cúpula de las pandillas utilizara las cárceles como cuarteles generales para consolidar su poder y dirigir las actividades delictivas en el exterior. Desde 2016, las autoridades penitenciarias han aplicado las llamadas “medidas extraordinarias”, que imponen un estricto régimen de aislamiento a los reclusos en cárceles de seguridad, incluyendo la prohibición de visitas familiares y la reducción del tiempo de ocio. Además, los relatos de personas encarceladas y luego puestas en libertad bajo el estado de excepción apuntan a brutales tácticas de represión empleadas por los guardias penitenciarios para mantener el orden y evitar motines, como el uso de gases lacrimógenos en las celdas. Por ahora, el orden se ha mantenido, a pesar de unos niveles de hacinamiento sin precedentes: más del 300% a finales de 2022, antes de la inauguración de la nueva cárcel.
Los riesgos para la democracia
Detrás del aparente acierto de estas tácticas se esconden algunas características preocupantes que cualquier político a favor de esta tendencia debe tener en cuenta: violaciones masivas de los derechos humanos, concentración antidemocrática del poder y efectos inciertos a largo plazo en el ámbito de la seguridad.
Las organizaciones de derechos humanos y los medios de comunicación han denunciado la detención injustificada de miles de ciudadanos, a menudo basada en denuncias anónimas no verificadas o incluso en el aspecto “sospechoso” o “ansioso” de las personas cacheadas por la policía. El enfoque de “detener primero, investigar después” que han adoptado las autoridades salvadoreñas, unido a un régimen general de impunidad (el propio Bukele ha restado importancia públicamente a los abusos de la fuerza y ha acusado a los críticos de ponerse del lado de las bandas), ha creado un entorno fértil para los abusos sin sanción. Las autoridades admiten que más de 3.700 personas han sido puestas en libertad, pero el número de detenidos injustamente es probablemente mucho mayor. Los detenidos suelen comparecer ante un juez en audiencias apresuradas de hasta 500 acusados a la vez, a menudo sin representantes legales que la mayoría de ellos no podría permitirse de todos modos.
En segundo lugar, Bukele ha podido prolongar el estado de excepción a perpetuidad y asegurarse de que la mayoría de las personas detenidas no sean puestas en libertad gracias a su concentración de poder. Tras haber obtenido la mayoría absoluta en la Asamblea Legislativa en las elecciones de 2021, su partido Nuevas Ideas la ha convertido en un Parlamento de trámite, aprobando sin debate cualquier iniciativa procedente del ejecutivo. De ahí que se haya prorrogado sin debate el estado de excepción por once veces y contando. La nueva Asamblea también destituyó a 10 de los 15 jueces del Tribunal Supremo y al fiscal general, así como a un tercio de los jueces ordinarios y de los agentes de policía, y los sustituyó por funcionarios leales a Bukele. Por lo tanto, ni los jueces ordinarios ni los constitucionales se atreven a oponerse a las directivas procedentes de la presidencia.
El estado de excepción se dirige, por ahora, a las bandas criminales, con terribles efectos secundarios sobre la vida de miles de inocentes, pero también ha sentado las bases para construir un estado policial a gran escala. La medida fue acompañada de más de 15 reformas legales que no solo endurecen las penas por delitos relacionados con las bandas, sino que también borran la transparencia en los procesos de contratación pública, anulan las garantías constitucionales a juicios libres y justos, e incluso sancionan a los medios de comunicación que compartan mensajes que puedan crear zozobra entre la población.
Por último, la longevidad de los logros de El Salvador en materia de seguridad no está asegurada. El hacinamiento en las prisiones puede desencadenar motines y violencia dentro de las cárceles (al parecer, ya han muerto unas 100 personas en circunstancias dudosas), donde las bandas también podrían aprovecharse del resentimiento de las personas detenidas injustamente y de las que habían intentado dejar atrás su vida delictiva para alimentar sus filas. Además, es poco probable que las autoridades detengan a todos sus miembros, pues muchos ya han huido a países vecinos. Mientras tanto, las condiciones subyacentes que dieron origen al problema de seguridad en El Salvador, como la marginación, la falta de oportunidades económicas y un tejido social desestructurado con una cultura de la violencia muy arraigada, no han cambiado en absoluto. Esto aumenta las probabilidades de que, en lugar de desaparecer por completo, la violencia criminal solo adopte formas diferentes.
En definitiva, a pesar del interés que suscitan los métodos de Bukele, la probabilidad de que otros gobiernos latinoamericanos pongan en práctica medidas de represión similares sigue siendo relativamente baja. No obstante, no hay que subestimar el riesgo de las promesas populistas relacionadas con la seguridad, que únicamente se pueden frenar fomentando los controles y equilibrios democráticos.
Extraido de Politica Exterior