Por: Javier Vazquez
El modelo económico de China, basado en exportaciones baratas, inversión en infraestructuras y un rápido crecimiento de la población, ha tocado techo. El Gobierno busca cambiarlo impulsando el sector tecnológico y el consumo interno, pero se enfrenta a grandes obstáculos internos y a la resistencia de Estados Unidos.
China ha registrado en los últimos tres años sus dos cifras de crecimiento más bajas desde 1976: un 2,3% en 2020 y 3% en 2022. Aunque la pandemia y la política cero covid son parte de la causa, superarlas no producirá un cambio significativo. Se espera que en 2023 el crecimiento alcance un 5,25% gracias al efecto rebote, ya que la gente sale y vuelve a consumir, pero el dato se aleja del 9% de media de los últimos 33 años.
Este crecimiento cada vez más reducido es señal de que se ha agotado el modelo de la fábrica del mundo, el que llevó a China a convertirse en la principal potencia económica global junto a Estados Unidos y a sacar a más de ochocientos millones de personas de la pobreza. Las autoridades del país son conscientes del problema y desde hace más de una década impulsan nuevos motores productivos para ofrecer un futuro próspero a su población. Lograrlo es crucial si el Partido Comunista quiere preservar su legitimidad.
Auge y caída de la fábrica del mundo
China se ha convertido en la primera potencia comercial inundando el mundo con manufacturas de bajo valor añadido, como juguetes o electrónica. Desde el inicio de la apertura económica a finales de los setenta, el sector exportador creció en las zonas costeras del país, nutrida con la mayor migración interna del campo a la ciudad de la historia. Esta masiva llegada de mano de obra barata atrajo a las multinacionales, que deslocalizaban su producción en China: los salarios eran entre un 10% y un 25% de los estadounidenses con la misma cualificación. A su vez, las ciudades y la industria crecían aupadas por la inversión en infraestructura, generando inmensas urbes y redes de comunicaciones.
La cara oscura de este sistema se aprecia en la contaminación o la desigualdad. Por un lado, los bajos salarios limitan el consumo: en China este supone 54,3% del PIB frente al 70% de economías emergentes como India, o al 75% y 82% de desarrolladas como Japón y Estados Unidos, respectivamente. Por otro, el crecimiento se ha impulsado en gran medida por el carbón, lo que ha generado una grave contaminación del aire, agua y suelo. Además, el crecimiento urbano y la sobreinversión en infraestructuras ha llevado a que la economía china dependa en exceso del sector inmobiliario, que ronda el 25% del PIB, una de las burbujas más grandes de la historia.
Sin embargo, el mayor problema de este modelo es su insostenibilidad. Exportar manufacturas baratas impide mejorar las condiciones de vida de los chinos y la burbuja inmobiliaria se está desinflando. En 2022 la inversión en el sector se desplomó un 10% y las ventas de viviendas, un 24%. A esto hay que añadirle la crisis demográfica: la población disminuyó en 850.000 habitantes en 2022, el país va camino de dejar de ser el más poblado y el ritmo de urbanización se ha reducido, por lo que se ha agotado el principal sustento del modelo: la casi ilimitada mano de obra barata.
El Gobierno chino sabe que debe cambiar el modelo
El entonces primer ministro chino, Wen Jiabao, sorprendió al mundo en 2007 afirmando que el desarrollo económico del país era “inestable, desequilibrado, descoordinado y a la larga, insostenible”. Para crear nuevos motores de crecimiento se lanzaron planes como “sociedad armoniosa” y “desarrollo científico”, que pretendían repartir mejor la renta para fomentar el consumo interno e impulsar los sectores de alto valor añadido. El presidente actual, Xi Jinping, ha seguido esa línea con planes como la “circulación dual” o la “prosperidad común”. El primero se centra en impulsar el consumo nacional, fomentar la innovación tecnológica y mejorar la participación del país en la economía global. El segundo persigue reducir la desigualdad a través de un mejor reparto de la riqueza. El objetivo de fondo no ha cambiado: convertirse en una superpotencia tecnológica e impulsar el consumo para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos y crecer de forma sostenida.
Estos planes están funcionando. La desigualdad se ha reducido, pasando de un índice de Gini de 43,7% en 2010 a un 38,2% en 2019. También se ha incrementado el peso del consumo en el PIB, aunque sigue siendo uno de los más bajos del mundo. Además, se ha reducido el peso del comercio de un 64% del PIB en 2006 a un 37% en 2021. Sin embargo, el mayor logro es el ascenso tecnológico, compitiendo en áreas clave para el futuro de la economía mundial como 5G, inteligencia artificial y energías renovables. China ha pasado de aportar el 3,6% del valor añadido en la producción del iPhone en 2009, cuando solo se dedicaba al ensamblaje, al 25% en 2018.
Sin embargo, el modelo sigue basado en la inversión y las exportaciones. De hecho, desde el 2020 ha habido cierto retroceso. Por ejemplo, en 2022 se frenó el gasto de los hogares chinos y aumentó la desigualdad. Esto llevó a que la inversión creciese de nuevo por encima del consumo, un 1,5% frente a un 1%. Aunque en parte se debe a la pandemia, también tiene que ver con las medidas del Gobierno, que se ha centrado en sostener la producción y la inversión y ha descuidado la ayuda a las familias.
Los obstáculos, externos, pero también nacionales
La primera resistencia frente a estas reformas está dentro de China: los grupos de interés que se benefician del modelo antiguo, como sectores exportadores, constructoras o Gobiernos locales, se resistirán a cualquier cambio. Por otro lado, Estados Unidos se siente amenazada por este cambio de rumbo: estaba cómoda con la fábrica del mundo pero no con una superpotencia tecnológica china, que podría acabar con su hegemonía. Por eso hay consenso en Washington sobre la necesidad de contener el auge tecnológico del país asiático a través de la guerra tecnológica.
China tiene un reto enorme por delante. El Gobierno necesita ofrecer un futuro de prosperidad a sus ciudadanos para mantener su legitimidad y el modelo antiguo no lo permite. Un ejemplo son las manifestaciones de ciudadanos con hipotecas exigiendo que se les entregue su vivienda, que ven peligrar por el estallido de la burbuja inmobiliaria. También lo son las tasas de desempleo juvenil, que llegaron al 20% en 2022. La única forma de mantener la calma social es generar un crecimiento sustentado en un aumento de la renta familiar, la mejora de la red de seguridad social y el desarrollo de industrias de alta tecnología. De ello depende la supervivencia del Partido Comunista.
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