Por: Luis Manrique
Nayib Bukele, presidente de El Salvador, está consiguiendo reducir drásticamente la tasa de homicidios y tiene la admiración de otros líderes latinoamericanos. Pero sus recetas son consideradas por numerosas organizaciones como contrarias a los derechos humanos y propias de un Estado policial.
Escribiendo sobre los modos con los que los gobernantes se hacen obedecer, Maquiavelo señaló en El Príncipe (1513), con la pragmática frialdad que le hizo célebre, que esencialmente de dos formas: logrando que sus súbditos los amen o haciéndose temer. En otras palabras, venía a decir, quien controla el miedo de la gente, controla también sus mentes y vidas.
Haya leído o no al filósofo florentino, Nayib Bukele –un presidente enérgico y sin ideología reconocible– sigue al pie de la letra sus sibilinos consejos a Lorenzo de Medici. En un país que con solo cinco millones de habitantes entre 1979 y 1992 perdió casi 100.000 vidas y que fue por muchos años el país más violento del mundo entre los que no estaban en guerra, la brusca caída de las muertes por causas violentas ha dado a Bukele una cierta aura mesiánica.
Entre un 80% y un 90% de los salvadoreños le apoya –según casi todos los sondeos por sus éxitos en la lucha contra las maras. El nombre de estas bandas proviene de la marabunta, las hormigas legionarias nómadas que en las selvas tropicales atacan en masa a sus presas en columnas de hasta 20 metros de ancho y 200 de largo.
Según InSight Crime, los decretos de emergencia y la ofensiva policial de su gobierno redujeron drásticamente los homicidios y las extorsiones el año pasado, cuando solo se registraron 495, frente a los 1.147 del 2021, un 56,8% menos. En 2015, la tasa de homicidios rondó los 103 homicidios por 100.000 habitantes. En 2022 bajó a 7,8 y en lo que va de año la tasa es de 2,1.
Cantos de sirena
Los salvadoreños no son sus únicos admiradores. Un estudio publicado por la Asamblea EuroLat en Bruselas, señala que América Latina es o una zona de paz o una de las más violentas del mundo, según qué datos se tomen en cuenta en relación a sus conflictos, internos y externos.
La atracción de los cantos de sirena de Bukele son explicables en países azotados por la violencia delictiva y que suelen creer que el lumpen es el culpable de todos sus males. Desde oasis de tranquilidad –Chile, Costa Rica, Uruguay– hasta países crónicamente violentos –Haití, Honduras, Colombia…–, los votantes están hastiados de fracasos en ese campo.
Y, sobre todo ahora, cuando franquicias de organizaciones criminales venezolanas (el Tren de Aragua), mexicanas (el cártel de Sinaloa) o brasileñas (Comando Vermelho) se ramifican en Colombia, Ecuador, Perú y Chile. Entre 2012 y 2015 murieron 104 estibadores en El Callao en asesinatos por encargo.
Cuando Bukele visitó Ciudad de Guatemala y Tegucigalpa, se organizaron marchas en su apoyo. Jorge Torres, ministro de Seguridad de Costa Rica, dice admirar su modelo. Por su parte, el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, ha prometido replicarlo para eliminar a las “pirañas”.
Cuando hace poco Guillermo Lasso, presidente de Ecuador, insinuó que Bukele quizá había ido demasiado lejos, los medios conservadores de Quito y Guayaquil se le echaron encima. En las encuestas ecuatorianas, la popularidad del salvadoreño duplica a la de su propio presidente. En 2021, en la cárcel guayaquileña del Litoral, dos masacres por las luchas entre las bandas del penal dejaron 190 muertos. El presidio, el más grande del país andino, se inauguró en 1958 para albergar 1.500 presos. Hoy tiene 8.000 hacinados entre sus muros.
Hasta la hondureña Xiomara Castro, que en su campaña prometió frenar los abusos policiales, está aplicando sus métodos, poniendo a 16 de los 18 departamentos del país bajo estado de excepción. En febrero, tras una reunión con ministros del Interior centroamericanos y los de México y República Dominicana para coordinar estrategias contra el crimen organizado, el ministro de Seguridad salvadoreño, Gustavo Villatoro, dijo que el modelo Bukele estaba “al alcance de todos”.
De Los Ángeles a San Salvador
Desde sus orígenes en el extrarradio de Los Ángeles en los años setenta y ochenta, las maras colonizaron los barrios duros de las ciudades del triángulo norte centroamericano: El Salvador, Guatemala y Honduras.
Durante la guerra fría, en el país de mayor densidad demográfica de la región y sin selvas como las de Nicaragua o Guatemala, los militares y la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) libraron sus combates en zonas urbanas. La guerra interna desplazó a medio millón de personas. Otros tantos tuvieron que huir del país. Muchos de ellos terminaron en barrios marginales angelinos, donde sus hijos, sin documentos ni muchas alternativas legales para sobrevivir, absorbieron la cultura gangsta.
Sus escuelas fueron las cárceles. Las sucesivas oleadas de deportaciones que los devolvieron –muy jóvenes y sin familia– a El Salvador, llevaron la delincuencia organizada a un país que les ofrecía todo lo que necesitaban: fuentes de ingresos, una carrera delictiva y nuevas “familias”, jerarquizadas en rangos determinados por los tatuajes.
En 2012, el primer gobierno del FMLN pactó con los jefes de las maras beneficios carcelarios a cambio de menos violencia, pero las bandas nunca dejaron de crecer, echando raíces en comunidades pobres a las que obligaban a vivir bajo sus normas: “ver, oír y callar”. Las transgresiones costaban la vida. Cuando Bukele, hijo de un inmigrante palestino convertido al islam, fue alcalde de la capital (2015-2018), las maras llegaron a tener 70.000 miembros activos.
La gota que colma el vaso
Las bandas comenzaron 2022 asesinando a vendedores callejeros, pasajeros de autobuses y gente que hacía sus compras. Tres días de derramamiento de sangre que se iniciaron con 14 muertes el viernes 25 de marzo, sumaron 62 más el sábado y 11 el domingo, fueron los más violentos desde el fin de la guerra civil. Los mareros tenían órdenes expresas de dejar los cuerpos a la vista de todos.
El 28 de marzo, el gobierno firmó un decreto declarando el estado de emergencia que la Asamblea Legislativa aprobó por un mes. La mayoría oficialista lo acaba de prorrogar por undécimo mes consecutivo. A principios de febrero, Bukele inauguró en Tecoluca una megacárcel con capacidad para 40.000 reclusos, el denominado Centro de Confinamiento del Terrorismo, que se construyó en solo 10 meses.
El presidio cubre 116 hectáreas con ocho módulos de muros de concreto reforzado, cámaras de seguridad, siete torres de vigilancia y un muro perimetral electrificado de 11 metros de altura y 2,1 kilómetros que será vigilado por 600 soldados y 250 policías. Equipos electrónicos bloquearán las señales de teléfonos móviles en el penal. A mediados de 2021 la población carcelaria era de 40.000 reclusos. Ocho meses después del estado de excepción, la cifra supera los 95.000, casi el 2% de la población adulta. Es la tasa más alta del mundo.
Imágenes virales
Según Tiziano Breda, analista para Centroamérica del Crisis Group, las maras MS13 y Barrio-18 son hoy una sombra de lo que fueron. Las imágenes de los mareros con la cabeza rapada, descalzos y el dorso desnudo dieron la vuelta al mundo.
Su pérdida de control territorial y de las fronteras invisibles que trazaban al azar, les ha privado de medios de vida. Los transportistas que pagaban cupos de hasta 34 millones de dólares al año, han dejado de “vacunarse”. El gobierno a segura que las extorsiones han caído un 80%.
El año pasado la economía creció un 2,8%, entre otras cosas, por el aumento de las remesas y turismo. Según Fitch Ratings, el déficit fiscal cerró en 4,6%, frente al 5,6% de 2021. El gobierno ha pagado religiosamente los vencimientos de sus bonos, que en los últimos meses han revertido su caída, que comenzó cuando el país adoptó el bitcoin como moneda oficial al lado del dólar.
Zonas de penumbra
Pero no es oro todo lo que reluce. Según Zaira Navas, exinspectora general de la policía, de los más de 60.000 capturados, solo el 3% son delincuentes con delitos de sangre. Con militares deteniendo a personas sin orden judicial y que terminan en cárceles peligrosas, muchos ven un Estado policial. La Procuraduría para los Derechos Humanos ha recibido más de 7.900 denuncias por diversos atropellos.
Al menos 80 de los detenidos han muerto en prisión, según fuentes que cita Associated Press. Amnistía Internacional, según Erika Guevara, su directora para Las Américas, ha recibido pruebas de detenciones arbitrarias y torturas. En su cuenta de Twitter, Bukele ha asegurado que los mareros nunca volverán a ver “ni un rayo de sol”.
Miguel Cruz, profesor salvadoreño de la Universidad Internacional de la Florida, cree que Bukele lo subordina todo a un único objetivo: mantenerse en el poder. En el reciente Hay Festival de Cartagena de Indias, Óscar Martínez, jefe de redacción de El Faro, dijo que Bukele ha optado por un sistema híbrido, entre orwelliano y similar al que describió Miguel Ángel Asturias en El señor presidente (1946).
Centenares de teléfonos de activistas, jueces y diplomáticos han sido infectados con el software espía Pegasus, convirtiendo el país entero en una especie de panóptico, la estructura arquitectónica que permite a los carceleros observar a sus presidarios todo el tiempo, sin que nadie pueda verlos a ellos.
Según los datos oficiales, gracias a las políticas de Bukele desde el 1 de junio de 2019, el país ha tenido 300 días sin homicidios, 199 de ellos durante la vigencia del régimen de excepción. Federico Guzmán escribe en Nexos, sin embargo, que en los datos oficiales no figuran las ejecuciones extrajudiciales: “No se les considera gente. Y si son pobres son naturalmente sospechosos”. El crimen no murió, dice, sino que cambió de dueño. Ahora está enfundado en uniforme de camuflaje.
Pactar con el diablo
InSight Crime no cree que el modelo sea sostenible si no lo acompañan políticas sociales que remedien los problemas que sirven de caldo de cultivo al crimen. Todo el régimen de excepción está cubierto por un manto de opacidad. No existe manera de verificar el número de detenidos, sus edades, el lugar de sus capturas y los delitos de los que se les acusa. Jueces y fiscales pueden procesar a sospechosos in absentia. Encarcelar a inocentes con criminales puede crear nuevas canteras para las maras.
Tamara Taraciuk, directora para las Américas de Human Right Watch, cree que lo que busca Bukele es asegurarse la reelección. Y quizá más de una. Según él, las medidas de excepción solo terminarán cuando se capture “al último terrorista”. Al final, advierte Miguel Cruz, pactar con el diablo es, casi siempre, un mal negocio.
Extraido de Politica Exterior