Por: Lucias Sol Miguel
“Está claro quién tiene el control aquí”. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, lanzó esta frase sentado en el sillón de la Asamblea Legislativa en febrero de 2020, luego de haber irrumpido en el recinto con decenas de efectivos del Ejército y la Policía Nacional ante la negativa de los congresistas de aprobar un préstamo para financiar la tercera etapa de su Plan Control Territorial. Tres años después, el mandatario se jacta de haber empleado “la política de Estado más exitosa en materia de seguridad”, que parece haber convertido al país más inseguro del mundo en un terreno casi sin registros de homicidios, pero a costa de atropellos a la democracia que preocupan a los defensores de derechos humanos.
“Desde que asumió, el propio presidente se dedicó a socavar el Estado de derecho. Fue contra la independencia judicial, contra la separación de poderes”, señaló a LA NACION Tamara Taraciuk, directora para las Américas de Human Rights Watch (HRW). “Hoy en El Salvador no existe casi ninguna entidad gubernamental que sea independiente y que pueda actuar como freno o contrapeso a los abusos del Poder Ejecutivo”.
Las imágenes del traslado de 2000 pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) -la megacárcel con la capacidad de albergar hasta 40.000 presidiarios que podría ser considerada la más grande de la región, según las autoridades salvadoreñas- despertaron elogios en funcionarios y líderes de varios gobiernos latinoamericanos. La candidata presidencial de Guatemala Zury Ríos catalogó la estrategia de Bukele como un “modelo de referencia”.
Incluso hubo eco en la Argentina. Uno de los que se pronunció al respecto fue el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni, que dijo el viernes en una entrevista que el modelo de cárceles de Bukele es “música para mis oídos”.
Desde que el gobierno de Bukele (41 años), que ganó con el 53% de votos en 2019, aplica la política de mano dura para intentar resolver más de tres décadas de violencia de las maras y las pandillas, la tasa de homicidios del país centroamericano pasó de ser la más alta del mundo, con 37,1 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2019, a “la más baja de toda América”, con una tasa de 1,8, según publicó el mandatario millennial en Twitter, donde alardea sus masivos operativos.
Los datos oficiales revelan que en 2022 el país registró 496 homicidios, un 57% menos de los contabilizados en 2021, y desde hace días la Policía Nacional celebra en redes sociales nulos registros de asesinatos.
Pero la guerra contra las pandillas rige desde casi ya un año bajo un régimen de excepción que suspende la libertad de asociación y reunión, la privacidad en las comunicaciones, el derecho de una persona a ser debidamente informada sobre su detención, así como el requisito de presentar a los detenidos ante un juez dentro de las 72 horas posteriores a la detención. La mayoría oficialista de Nuevas Ideas, que domina la Asamblea Legislativa desde 2021, prorroga la medida cada mes, al punto que defensores de derechos humanos insisten en que la “excepción se tornó la norma”.
Inquietud de la ONU
El Comité contra la Tortura de la ONU expresó en diciembre del año pasado su “profunda preocupación por las graves consecuencias en materia de derechos humanos que presentan las medidas adoptadas por las autoridades en el marco del régimen de excepción” en El Salvador.
“La ciudadanía no puede estar bajo la suspensión del debido proceso, eso dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A qué punto tiene que llegar un gobierno que no cumple ni legitima lo que dice la comunidad internacional. Es grave”, señaló a LA NACION Ana María Méndez Dardón, directora de América Central para la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA). “El mismo régimen de excepción también cae en opositores. Los periodistas alegan espionaje”, agregó.
Por lo menos 64.000 presuntos pandilleros han sido encarcelados, incluidos más de 1600 menores, aunque “no hay un número determinado de los que efectivamente son pandilleros”, dijo a LA NACION Ruth López, jefa jurídica de anticorrupción y justicia de la organización de derechos humanos salvadoreña Cristosal. “No se puede verificar de otra manera la información que no sea por las declaraciones de los funcionarios”, agregó.
Con el número de capturas bajo el régimen de excepción, El Salvador alcanzó la población penal per cápita más alta del mundo, según el Informe World Prison Brief del Birkbeck College, de la Universidad de Londres, y la tasa de hacinamiento escaló al 106%.
El último reporte del Índice de Democracia de The Economist alertó sobre la abrupta caída en la calidad democrática del país, la segunda mayor en la región después de Haití.
HRW y Cristosal documentaron violaciones generalizadas de derechos humanos, que incluyen detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, faltas graves al debido proceso, torturas y otros malos tratos en prisión. Sus denuncias fueron respaldadas tras una filtración de una base de datos del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública de El Salvador que enumera los nombres de miles de procesados, incluidos cientos demenores, que fueron acusados por delitos definidos de manera amplia.
“Hay un problema metodológico con la figura del colaborador. Hay muchos considerados colaboradores que van desde familiares que se beneficiaban con la extorsión, favores. Pero hasta qué punto se puede considerar a la dueña de una tienda que le dio bebidas a un pandillero porque sabía que su vida corría peligro como una colaboradora. Eso es un área gris”, ejemplificó a LA NACION Tiziano Breda, investigador sobre asuntos latinoamericanos, política internacional y seguridad en el Instituto de Asuntos Internacionales.
Breda destaca el hecho de que el populismo punitivo de Bukele no es novedoso, ya que las políticas de “mano dura” y “súper mano dura” fueron aplicadas en El Salvador anteriormente bajo los gobiernos de Francisco Flores (1999-2004) y Antonio Saca (2004-2009), y ninguna de las dos tuvo éxito. El experto asegura que, si bien la presencia de las pandillas se retrae en las calles salvadoreñas “por el golpe duro y sin precedentes en términos de operaciones y detenciones”, es precisamente el control que ejerce Bukele sobre los poderes del Estado lo que genera resultados inmediatos.
En su primera sesión tras haber ganado la mayoría legislativa en las elecciones de 2021, el partido aliado a Bukele Nuevas Ideas acabó con la independencia judicial tras destituir a todos los jueces de la Corte Suprema, lo que despertó conmoción internacional. Meses después, el presidente oficializó la polémica reforma que cesó a todos los jueces sexagenarios, que incluyó a un magistrado que exigía investigarlo por corrupción.
“Preocupa la concentración de poder: la Asamblea, el Instituto de Acceso a la Información Pública, el Poder Judicial. Se tiene poca información sobre lo que realmente están haciendo. No hay transparencia y el gobierno no está sujeto a rendición de cuentas”, indicó Méndez Dardón.
Acusaciones por corrupción
El gobierno de El Salvador acumula varias acusaciones de corrupción. En febrero, el Departamento de Justicia de Estados Unidos reveló pactos entre las autoridades y los líderes de la Mara Salvatrucha (MS-13) para reducir el número de asesinatos públicos a cambio de unas condiciones penitenciarias menos restrictivas, la liberación anticipada de algunos líderes y la denegación de la extradición de presos a Estados Unidos.
Mientras parecía que las muertes bajaban, “en realidad, los líderes de la MS-13 continuaron autorizando asesinatos en los que los cuerpos de las víctimas fueron enterrados u ocultados de otra manera”, detalla la acusación. Además, funcionarios de la administración de Bukele, como el viceministro de Justicia y Director General de Centros Penales Osiris Luna Meza, han sido incluidos en la lista negra del Departamento del Tesoro de Estados Unidospor “negociaciones encubiertas con la organización delictiva”.
Méndez Dardón destacó que gracias a una reforma impulsada por el oficialismo de la Ley de Adquisición y Compras Públicas, “ya no hay forma de verificar cómo se usaron los fondos del Estado”.
¿Estrategia destinada al fracaso?
Ante las críticas, Bukele respondió esta semana en un acto en el que celebró la labor de las fuerzas de seguridad. “Tiene el 95% de apoyo de los salvadoreños. Muéstrenme un plan de seguridad, en cualquier parte del mundo, que tenga más del 95% de apoyo de su pueblo y yo ordeno que dejemos de hacer esto y copiamos este. Por supuesto que no tienen ninguno”, esbozó.
Según la última encuesta de opinión pública de CID Gallup, la opinión favorable de Bukele es la más alta de la región, con el 92% de aprobación, una popularidad altísima que sustenta una posible reelección del mandatario, a pesar de que la Constitución del país lo prohíbe, pero que la Sala de lo Constitucional de la Corte -aliada al oficialismo- sí promueve. En esa misma línea, el martes entró en vigor una reforma penal que impone hasta 20 años de cárcel por obstaculizar candidaturas presidenciales.
Asimismo, CID Gallup informó que solo el 4% de los salvadoreños perciben a la corrupción como un problema fundamental en el país. “El costo [de la estrategia de seguridad] no hace resonancia con la ciudadanía porque no es tangible al día a día de la población, y eso es un reto enorme”, analizó Méndez Dardón.
“Hablamos de una sociedad extremadamente cansada del daño que le causaron las pandillas. Es una sociedad que no tuvo tiempo de sanar las heridas del conflicto armado interno. Entonces es entendible que haya una preferencia a medidas radicales con la idea de que el ojo por ojo sea la única forma de solucionar este problema”, reflexionó Breda.
Los analistas coinciden en que esta estrategia puede fracasar en el mediano y largo plazo. El origen de las pandillas en América Central, entrelazado con la cultura pandillera de Estados Unidos en los ‘70 y ‘80, recae en grupos de jóvenes que escapaban de la marginalización social. Arraigadas a las comunidades locales, lograron mutar durante los años.
“La mano dura, por sus características, no tiene efectos a largo plazo. En un contexto electoral tiene un componente simbólico que se persigue para dar la sensación de tomar acciones contundentes”, explicó a LA NACION Sonja Wolf, investigadora y autora de “Mano Dura: la política del control de las bandas en El Salvador”.
“Vemos en esta administración un mayor énfasis en la publicidad del gobierno para hacer creer que los operativos son efectivos. Pero para resolver la problemática de las pandillas cualquier sociedad debería llevar adelante una política integral: siempre está el punto de la mano dura como política represiva, pero tiene que estar la reintegración social. La violencia de las pandillas solo se controla enfocándose en el cuadro social y el trasfondo de estos grupos”, añadió.
Fuente: La Nacion