Por: Josep Pique
Ucrania parece preparada para contraatacar y recuperar territorio ocupado y Rusia parece incapaz de evitarlo. No obstante, conviene no anticipar acontecimientos ni precipitarse en las conclusiones. La presión interna en Rusia para declarar la guerra es cada vez mayor.
Las recientes informaciones sobre la exitosa contraofensiva ucraniana en el frente nororiental nos llevan a revisar de nuevo algunas afirmaciones que la realidad ha ido desmintiendo.
Cuando a finales de febrero Rusia invadió Ucrania por varios frentes, la opinión generalizada es que íbamos a asistir a un conflicto bélico corto (días o semanas) que acabaría con la rendición ucraniana, la caída del gobierno Zelenski y su sustitución por otro afín a Moscú que asumiría enormes pérdidas territoriales y el fin del acceso al mar Negro, que sería controlado por Rusia, desde el mar de Azov, pasando por Crimea y el sur de Ucrania, hasta Transnistria.
Por ello, muchos analistas y responsables políticos (algunos con la “boca pequeña”) adujeron que una rendición rápida evitaría males mayores –como el uso de la energía como arma contra Occidente– y contentaría los afanes de Vladímir Putin de reconstruir la Gran Rusia eslava bajo su control, incluyendo la subordinación explícita de Bielorrusia, olvidando nuevas pretensiones territoriales en la perspectiva de la “recuperación” del espacio post-soviético. Fue lo mismo que en 1938 pensaron Arthur Neville Chamberlain y Édouard Daladier cuando aceptaron en Munich que Hitler tenía derecho a “proteger” a los sudetes de Bohemia, Moravia y Silesia, en la actual República Checa (entonces, Checoslovaquia).
Afortunadamente para la causa de la libertad, la sociedad abierta y el Derecho Internacional, esa predicción sobre la invasión rusa de Ucrania resultó completamente errónea. La respuesta unitaria de Occidente y, sobre todo, la determinación del gobierno ucraniano de repeler la agresión, asumiendo los elevadísimos costes humanos y materiales que eso comportaba, modificó sustancialmente el escenario. Las sanciones impuestas a Rusia (además de las financieras y personales, especialmente las que vetan las exportaciones de tecnología y materiales de repuesto), la ayuda financiera y, sobre todo, la provisión de armas ofensivas y de inteligencia militar cada vez más sofisticadas al ejército ucraniano han puesto dramáticamente de relieve las profundas debilidades estructurales del poder militar de Rusia.
Sin embargo, hasta hace poco, se daba por cierta otra afirmación. Ucrania demostraba su capacidad de resistencia y de parar el avance ruso, aunque ello no parecía suficiente para iniciar un exitoso contraataque. El corolario era que estábamos ante una guerra de desgaste, larga, y más parecida a la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial que a los avances rápidos y los retrocesos que caracterizaron la Segunda.
Una situación mala para Rusia, pero también para Ucrania y para Europa. Por ello, de nuevo, iban apareciendo voces (las mismas que aconsejaban la rendición) que propugnaban un alto el fuego, dejando las cosas como estaban (es decir, asumiendo en la práctica que la agresión injustificada tenía premio).
¿Punto de inflexión?
La realidad de los hechos ha venido nuevamente a desmentir esa predicción. Ucrania parece preparada para contraatacar y recuperar territorio ocupado y Rusia parece incapaz de evitarlo. Muchos analistas hablan de punto de inflexión en la guerra y afirman que Ucrania puede acabar venciendo en el campo de batalla, incluyendo la reversión de la anexión ilegal de Crimea. Parece prematura esa conclusión, a pesar de las increíbles carencias estratégicas y tácticas de las fuerzas armadas rusas.
Efectivamente, Rusia no ha podido hacer uso de su pretendida gran superioridad aérea y naval, neutralizada la primera y con serios reveses para la segunda. Sobre el terreno, los fallos logísticos y el uso de armamento obsoleto, junto a un clamoroso déficit en inteligencia militar, reflejan una realidad: la capacidad militar rusa está muy por debajo de lo que se suponía. Como ejemplo valga el énfasis público sobre una contraofensiva en Jersón, al otro lado del río Dnieper, en el sur, que ha dejado desguarnecido el frente desde Jarkov hacia la frontera rusa y el Donbás. Los rusos han caído en la trampa.
Los alardes propagandísticos sobre armamento muy sofisticado no se han visto corroborados por la realidad, más allá de prototipos o unas pocas unidades de demostración. La dependencia tecnológica de Occidente pasa ahora su factura. Las compras –no confirmadas– de armas a Irán o Corea del Norte ponen de manifiesto con nitidez la incapacidad de la industria armamentística rusa –habitualmente exportadora– para atender sus propias necesidades. Sin olvidar la corrupción, que ha minado la renovación de equipamientos, ni la escasa moral de unas tropas inexpertas y desmotivadas o el uso de mercenarios chechenos o de Wagner para suplir la incapacidad de las tropas de reemplazo.
En expresión de Mao Zedong, el ejército ruso ha mostrado ser un “tigre de papel”, propio de una economía débil que le impide objetivamente aspirar a ser una gran potencia. Así está siendo percibido por Occidente (especialmente, por Estados Unidos) que se reafirma en el acierto de la ayuda militar y en la continuidad de la misma, cada vez con armamento más letal y sofisticado, incluyendo el apoyo a la formación y a la información de las tropas ucranianas por parte de los países de la OTAN. De hecho, hoy hay más soldados ucranianos en combate que rusos.
Un dato a seguir, para comprobar la debilidad estructural del ejército ruso, es si Moscú puede hacer honor a sus compromisos con Armenia, en su guerra con Azerbaiyán, por el Nagorno-Karabaj, prestando asistencia militar sobre el terreno. Parece difícil que esté en condiciones para ello, ya que debilitaría aún más su capacidad de respuesta en el frente ucraniano. El gran aliado de Azerbaiyán (Turquía), una vez más, está sacando ventaja de ello.
No obstante, conviene no anticipar acontecimientos ni precipitarse en las conclusiones. La presión interna en Rusia para declarar la guerra (olvidando las restricciones derivadas de una “operación militar especial”) y movilizar todos los recursos humanos y materiales existentes es cada vez mayor, con el apoyo tanto del Partido Comunista como de los ultranacionalistas paneslavos. No es descartable que, si Putin quiere mantenerse en el poder, acabe cediendo a sus exigencias, aunque su implementación requiere un tiempo y evidentes costes sociales y de imagen. Mientras tanto, además, los avances ucranianos pueden consolidarse. En todo caso, el riesgo para su continuidad en el poder viene más por ese flanco que por los liberales y demócratas, que defienden que la operación no debía haberse iniciado y sobre los cuales el Kremlin ejerce una brutal represión.
Es obvio que una declaración de guerra supondría un cambio cualitativo muy sustantivo. La no declaración perseguía que Occidente no se viera impelido a dar una respuesta militar explícita sobre el terreno. Algo que se complementaba con la contención de la Alianza, evitando situar tropas sobre territorio ucraniano y negándose a declarar una zona de exclusión aérea. El motivo ha sido claro: evitar una escalada en el conflicto que pudiere hacerlo imprevisible. Pero la declaración de guerra cambiaría sustancialmente el panorama.
Una posible pero no probable escalada nuclear
Por otra parte, la tentación de evitar una derrota humillante, que pondría en serio peligro al propio Putin, vuelve a poner en el teatro de operaciones la posible utilización de armas de destrucción masiva, tanto químicas como nucleares tácticas, con el argumento de que los intereses vitales de Rusia están gravemente amenazados. Es cierto que Putin no puede accionar el “botón nuclear” en solitario. Se necesita que tanto el ministro de Defensa como el Jefe del Estado Mayor Conjunto ruso coadyuven, con códigos secretos sofisticados, a su activación, algo que, siendo plausible, no podemos dar por descontado, ante la trascendencia de la decisión para las propias tropas y los ciudadanos rusos.
Pero tal eventualidad tiene muchas contraindicaciones, como que el propio territorio ruso quedaría afectado por la radioactividad, debilitaría enormemente el apoyo implícito que está recibiendo del “Global South” y podría provocar una respuesta occidental que, sin ser necesariamente nuclear, podría ser letal desde el punto de vista convencional. En buena medida, tales asertos son válidos también para el uso de armas químicas.
Al final, toda ocupación sobre un terreno hostil no se resuelve con ataques nucleares o químicos, ni sin una superioridad manifiesta de las tropas invasoras, hoy inexistente. Por ello, una escalada nuclear es posible, pero no probable. De hecho, el debate sobre la estrategia nuclear adecuada existe desde que la antigua Unión Soviética accedió a su producción, en los inicios de la Guerra Fría, aunque los parámetros de hoy son claramente distintos. Lo es algo más la hipótesis de usar armas químicas, pero el impacto sobre la opinión pública mundial sería devastador para Rusia.
Los hechos están demostrando que la posesión de armas nucleares disuade al posible agresor (si Ucrania las hubiera mantenido, difícilmente habría sido invadida), pero también es disuasoria una capacidad militar convencional basada en equipamientos de alta tecnología, usando inteligencia artificial, comunicaciones satelitales, misiles y sistemas antimisiles equipados con tecnología de guiado, drones, estrategias de defensa y ataque en “enjambre”, etcétera.
En definitiva, se trata de disuadir de forma efectiva, haciendo que el coste de una agresión sea inasumible para el atacante, sin que el mundo se embarque en una carrera de proliferación nuclear que, en ciertos casos, puede acabar en manos irresponsables. Es una buena lección también ante una hipotética agresión china a Taiwán.
Obviamente, no sabemos cuan irresponsable puede resultar un Putin acorralado. Pero es dudoso que tome una decisión que inevitablemente acabaría con una derrota completa de Rusia. Es una de las opciones, aunque no sea racional. Y la irracionalidad lamentablemente existe, en la política y en la vida. Hitler lo hizo.
Más probable es la opción de escalar la guerra declarándola explícitamente, aunque tampoco está exenta de considerables costes internos y de riesgos asociados a una respuesta occidental aún más contundente. Rusia no está en condiciones objetivas para una guerra que implique directamente a la Alianza Atlántica, hoy claramente superior militarmente. Salvo que vayamos al Armagedón.
La opción racional sería aceptar el fracaso de la operación, retirarse de los territorios ocupados e intentar mantener la soberanía sobre Ucrania y la existencia de repúblicas separatistas en el Donbás, algo que, hoy por hoy, Ucrania no parece dispuesta a admitir.
Una opción así llevaría previsiblemente a la destitución de Putin y a su sustitución por políticos aún más ultranacionalistas.
Es un callejón sin salida. Después del fracaso geopolítico (refuerzo y ampliación de la OTAN y del vínculo transatlántico, pérdida del Báltico y del mar Negro, y consolidación de una conciencia nacional ucraniana y antirrusa), la posición de Putin es más débil que nunca y sus opciones reales se van reduciendo dramáticamente. Lo inquietante es que los débiles pueden tener la tentación de morir matando. Cuanto antes desaparezcan del escenario, mejor para todos. Incluida la propia Rusia.
Original de Politica Exterior.
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