Por: Toma Straka
Mijaíl Gorbachov (1931-2022) muere con el halo de un héroe en Occidente. Actor fundamental del colapso del comunismo y de la disolución de la Unión Soviética, su nombre evoca uno de los procesos más felices y esperanzadores de cuantos han vivido las democracias occidentales: el triunfo, que en su momento se creyó definitivo, de su modelo; el fin de la Guerra Fría y, con esto, del pánico por una conflagración nuclear que acabara con el planeta; y la democratización de gran parte del mundo, de la Caída del Muro de Berlín a la culminación de la “dictadura perfecta” del PRI en México y del Apartheid en Sudáfrica.
A treinta años de aquellos días de jolgorio occidental, las cosas ya no se ven tan optimistas. Muchas de las democracias fundadas entonces están en un proceso de autocratización, siendo la más clara e inquietante de todas la rusa. También volvimos a una especie de nueva “Guerra Fría”, ahora con más actores nucleares, mucho más impredecibles que los de mediados del siglo pasado. Incluso, dentro del mismo Occidente, las fuerzas iliberales y antidemocráticas cobran fuerza. Si en su país el prestigio de Gorbachov nunca fue similar al que tuvo en el exterior, ya que sobre todo se le recordó como quien dejó perder un imperio en sus manos e inició una dura fase de contracción económica y empobrecimiento; ahora el espíritu democratizador y liberalizador que representa tiene, también, cada vez más críticas en los lugares donde antes recibía un aplauso casi unánime. Vladimir Putin, y no Gorbachov, parece encarnar mejor el espíritu de estos tiempos. ¿Qué pasó? ¿Cómo fue posible que tantas ilusiones hayan quedado en agua de borrajas?
Aunque no se puede decir que todo está perdido, ya que de hecho lo fundamental del triunfo de la democracia y de Occidente se mantiene; una clave está en el error de lectura que se tuvo entonces con respecto a la Perestroika y a sus resultados. Primero, la intención de Gorbachov nunca fue desmontar el comunismo. Por el contrario, fue un comunista sincero que sólo intentó atajar su colapso haciendo reformas urgentes. Como pocos sabía que la economía soviética era inviable, sobre todo después de la caída de los precios del petróleo en los ochentas; que no era posible mantener a su gigantesco ejército, enfrascado en una guerra en Afganistán que no tenía perspectivas; que los países satélites, cada uno con un desastre económico superior o igual al soviético, eran un fardo que no podía seguirse subsidiando; y que, como advirtió Chernobyl, la ineficiencia podía, literalmente, hacer volar en pedazos no sólo a la URSS, sino al mundo entero. Las cosas demostraron estar peor de lo que todos, hasta los más pesimistas, pensaban, y como quien se enfrenta a una operación de grandes proporciones sin las fuerzas suficientes para resistirla, colapsaron con la perestroika.
Pero lo espectacular del derrumbe de la URSS, la Caída del Muro de Berlín, la llegada de Lech Wałęsa al poder, la Revolución de Terciopelo y el televisado fusilamiento de Niocolae Ceaușescu, no distrajeron de algo fundamental: que no todas las reformas de los países comunistas estaban conduciendo a democracias liberales, sino que en muchos casos sus dirigencias estaban logrando mantener las cosas bajo control, llevando a pulso la economía a una eficiencia capitalista, pero sin el régimen de libertades políticas que muchos le creen substancial. Hoy, que el “comunismo de mercado” chino y que el sistema silovikí (de silokiv: los “hombres fuertes”, generalmente exagentes de la KGB, que controlan las empresas y las agencias gubernamentales) ruso disputan con bastante éxito la primacía del Occidente, entendemos que aquellas otras perestroikas en las que los comunistas ganaban debieron haber sido vistas con más atención.
Hace un par de años, a propósito de las reformas económicas que emprendía en Venezuela Nicolás Maduro, lo señalábamos en un artículo (“Venezuela, sus crisis y su porvenir”, Demo-amlat, junio 2020, https://demoamlat.com/venezuela-sus-crisis-y-su-porvenir/): vistas las experiencias pasadas, la probabilidad de que tengan éxito no son pocas. En las siguientes líneas vamos a seguir, con pocas modificaciones, aquel artículo. Decíamos entonces que para la década de 1980 casi todos los regímenes comunistas (o socialismos reales) habían llegado a situaciones parecidas a las de Venezuela. Fue en ese momento gris de la década de 1980 cuando, desesperados, iniciaron políticas de “racionalización” que desesperadamente buscaron salvar al comunismo adoptando criterios capitalistas, como por ejemplo la reducción de los déficits, la fluctuación de los precios y la autorización de cierta iniciativa privada. En Europa el comunismo no tuvo salvación en ningún lado, pero sus regímenes políticos sí lo lograron en varios y, como en China, muy importantes casos.
Veamos primero el caso europeo, con tantas cosas similares a Venezuela. Para mediados de la década de 1980 sus economías estaban, por decir lo menos, hiperventilando. Simplemente no era posible mantener niveles de vida meridianamente comparables a los de sus vecinos occidentales. Su productividad no daba para eso, por lo que el sostenimiento casi artificial de algo que se pareciera a una clase media, o se apuntaló con petróleo, como en Rusia y Rumania; o se hizo con una expansión de la deuda externa, pero eso lo que hacía era postergar el problema, correr la arruga, como decimos en Venezuela. El endeudamiento se empleó en gran medida para subsidios que permitieran mantener los precios fijos, los empleos y en general el funcionamiento de empresas improductivas. Sus orígenes solían estar en la URSS, que prestaba dinero, compraba a altos precios productos de otros países comunistas, y vendía baratos los suyos. Pero, por supuesto, esta es una de los miles de razones por la que la URSS quebró. Cuando los precios petroleros estuvieron altos (la URSS era la primera productora mundial), aquello fue más o menos posible, pero cuando Occidente “puso de rodillas a la OPEP”, como se ufanó Ronald Reagan, el sueño se acabó. Eso influyó al menos tanto como la iniciativa de la Guerra de Galaxias en la quiebra del comunismo.
La primera consecuencia en los países comunistas de Europa fue tratar de racionalizar un poco las cosas. Por ejemplo, se sinceraron los precios, con lo que la inflación llegó en Vietnam al 700%, en Polonia al 102%, en Yugoslavia al 40% y en Hungría, donde el modelo mixto llamado socialismo goulash había ido más lejos, a encima del 20%. También empezó a permitirse el uso de divisas. Así se hizo común en el paisaje comunista el contraste entre los ciudadanos comunes que hacían largas filas para acceder a los cada vez más menos productos subsidiados, y los privilegiados con acceso a divisas que compraban en, usemos el venezolanismo, bodegones. Los polacos hablaban de dos tipos de personas: los de la basura y los de las bananas. Es decir, los que escarbaban en la basura y los que podían comprar ese producto de lujo que eran las bananas. Intershop llamaban en Alemania Oriental y Tuzex en Checoslovaquia a estos bodegones. Hasta acá llegan, o han llegado hasta ahora, los parecidos con Venezuela. Todo lo dicho hizo que en Europa Oriental el disgusto de los pueblos, que de por sí se mantenía al margen gracias a la represión y a las todopoderosas policías políticas, cundió. Cuando la URSS colapsó, los pueblos de los países de Europa Oriental salieron a las calles a reclamar el fin del comunismo, no su “racionalización” ni nada que implicara su salvación. Y con el comunismo, echaron a toda la vieja dirigencia al cesto de la basura.
Pero donde las elites no necesitaban de los tanques soviéticos para someter a sus pueblos, como China que pudo usar sus propios tanques en Tiananmen, o donde habían decidido arrancar antes con las reformas, como otra vez China en 1979 y Vietnam en 1986, pudieron reconducirse en el poder hasta hoy. En estos países fueron las elites las que echaron al comunismo al cesto, manteniendo el control. De hecho, también lanzaron a la basura a la disidencia que reclamaba libertades políticas con las económicas. Corea del Norte y Cuba, incluso, no han tenido que abrirse completamente al comunismo de mercado para que sus regímenes unipartidistas sigan gobernando. En otros lugares, como Ghana y Tanzania, que tenían esa mezcla de cosas distintas a la que se llamó socialismo africano, la vieja dirigencia transitó hacia el capitalismo y el multipartidismo. Ahora debe compartir el poder, pero no ha sido borrada. Jerry Rawlings es actualmente un respetadísimo estadista africano. No está exento de controversias, algunas incluso muy agrias, pero nadie le podrá quitar el haber saneado la economía y conducido a Ghana hacia una democracia.
Pero detengámonos en la experiencia que, por ser tan coetánea a la venezolana, tiene tal vez más que decirnos: la norcoreana. Para cuando Kim Jong-un llegó al poder, su país sufría lo que podemos llamar inflación socialista, en la que ya nos detendremos. En 2012 había llegado al 116%. Aunque las cosas estaban un poco mejor que en la década de 1990, cuando la hambruna dejó más de doscientos mil muertos, la escasez y la subida de los precios llevó a una “dolarización espontánea”: como pasó en todos los países comunistas, se formó un intenso mercado negro que se transaba con dólares. Kin Jong-un simplemente legalizó el uso de las divisas extranjeras, especialmente del yuan. En 2015 fue más allá y cambió la constitución para permitir la existencia de empresas privadas. Hoy Corea del Norte no es un país capitalista, pero ya hay un núcleo relativamente próspero de hombres de negocios, una clase media en crecimiento y en Pyongyang se ven restaurantes de lujo y tiendas de productos importados, como las que en Caracas se llaman, actualizando un arcaísmo, “bodegones” (la palabra viene de las bodegas de los barcos donde venían cosas importadas).
A Kim Jong-un no parece irle tan mal. Es verdad que tiene un “seguro de vida nuclear”, pero el punto es que es un caso en el que los comunistas ganaron, no importa si eso fue sacrificando al mismo comunismo, o a partes importantes del mismo. Mientras nos asombrábamos y delirábamos de alegría por las caídas del Muro de Berlín y de la URSS, se echaban a andar otras perestroikas que sí pudieron lograr lo que Gorbachov no logró, una reforma que salvara a sus regímenes. Y hoy, cuando el último líder soviético muere, no sólo están más fuertes que nunca, sino que parecen estar en vías del desquite. Cuando Venezuela ensayó su socialismo bolivariano, encontró en ellos aliados, y ahora que empezó a reformarlo (es imposible saber hasta dónde llegará), no sólo cuenta con su apoyo, sino con su experiencia y su consejo. Por algo Gorbachov baja al sepulcro con un halo de héroe en Occidente, sin que la dirigencia venezolana haya sentido que tenga algo que decir. De todas las perestroikas posibles, seguramente es la suya la que menos quieren emular.
Fuente: Politica UCAB