Por: Jose Jimenez
La mayoría de la población de las poliarquías occidentales dice apoyar la democracia como forma de gobierno, pero admite que no le interesa la política, desconfía de las instituciones e incluso odia a sus representantes.
Un dato revelador: más del 60% de los ciudadanos españoles dice que no le interesa la política. Así, los ciudadanos votan sopesando quién no votará y terminan eligiendo un candidato por defecto, sin convicción. De eso se trata el malestar democrático y el cinismo.
Crece el desencanto hacia los representantes políticos y los liderazgos democráticos viven sus horas más duras y difíciles. Desde principios del siglo XXI, los regímenes democráticos liberales han sido desafiados globalmente por regímenes autoritarios – iliberales. Estas razones son lo suficientemente relevantes como para repensar la importancia de la política.
Punto de vista aristotélico
Para Aristóteles (384-322 aC), la política es el “arte de lo posible”. Esta definición contiene un conocimiento clave para pensar la política en nuestro tiempo. A partir de él, meditamos sobre el sentido de la política, desde la perspectiva del realismo político clásico. El fundador de este enfoque fue Aristóteles: el más importante estudioso de la política en la antigüedad.
La raíz etimológica de la palabra política está ligada a polis (ciudad), y supone que la política sólo la pueden hacer los animales de polis y logos. Es decir, el ser humano es eminentemente político, ya que depende de la ciudad para realizar su naturaleza y vivir bien (eudaimonia).
La política se trata de los problemas comunes que nos afectan en la ciudad. Y dependiendo de cómo nos involucremos en tales asuntos, quienes lo habitemos tendremos diversas posibilidades de convivencia. Entre estas posibilidades arriesgamos la libertad política y la dignidad humana.
Política y posibilidades de convivencia
Las posibilidades de convivencia, abiertas en las diversas puertas de la polis libre, constituyen algo distintivo del Homo sapiens. Está obligado a satisfacer sus necesidades biológicas, puede producir artefactos e inventar instrumentos para afrontar su vida material, pero también tiene la posibilidad de forjar un mundo común, en el que pueda vivir bien y ser libre. Ese mundo común, para Hannah Arendt (1906-1975), se compone de palabras y acciones.
Los discursos públicos constituyen la polis, al tiempo que condicionan las posibilidades de convivencia de sus presentes y futuros habitantes. En una polis es posible vivir una vida digna si las personas no se humillan entre sí y las instituciones no humillan a las personas. Es decir: puedes deliberar sobre diferencias, llegar a acuerdos y regular conflictos. Pero esto nunca es fácil y requiere participar en la polis.
La participación en política es inaplazable y puede tomar diferentes formas: votando, defendiendo una idea en un debate público, contactando a un representante, apoyando (o refutando) un discurso político en las redes, asistiendo a una protesta social, etc.
La diferencia entre eudaimonía y subsistir es notoria. No es lo mismo vivir en una polis que educa en un marco de libertades y es posible pensar de forma autónoma que vivir en una sociedad donde las libertades están restringidas y la libertad de pensamiento es considerada un delito.
La famosa novela 1984, escrita por Orwell, ilustra muy bien este problema: véase la caracterización orwelliana del crimen total, la idea del crimen y el mal pensamiento. Tales palabras forjan una neolengua y un mundo antipolítico que niega el vínculo común, olvida la interdependencia social y la política razonable.
El crimen orwelliano representa todos los pensamientos heterodoxos de una persona, como las ideas que cuestionan la ideología imperante en una dictadura. Así que pensar diferente a lo establecido por el régimen puede costarte la vida o tener innumerables obstáculos.
Así, por ejemplo, ha sucedido (y sucede) en las diversas dictaduras de los tiempos modernos: la Alemania de Hitler, la Unión Soviética leninista y estalinista, la España de Franco, la Rusia de Putin, la Corea del Norte de Kim Jong-un.
También ocurre hoy en China, donde rige un sistema de crédito social que diferencia a los buenos de los malos ciudadanos, dándoles puntajes oficiales. Todo esto apoyado en la vigilancia social a través de las tecnologías de la información. Solo aquellos que se consideran buenos ciudadanos chinos y que actúan dentro del marco establecido pueden acceder a determinados bienes sociales, como una plaza en la universidad, un piso de alquiler, etc.
¿Hacia una convivencia libre y digna?
Pocas cosas dañan más a los seres humanos que negarles la oportunidad de ser libres y dignos. La convivencia requiere cuidar de crear relaciones dignas y de respeto mutuo en la polis.
Sin duda, los llamados regímenes iliberales, proclamados incluso dentro de la Unión Europea (ver la Hungría de Viktor Orbán), impiden las posibilidades de convivencia de muchos de sus habitantes.
La difamación pública y el uso del odio contra determinados grupos sociales (homosexuales, inmigrantes, pobres, etc.), presentes también en las democracias, amenazan la libertad y la dignidad humana. La calumnia pública y la manipulación demagógica del odio destruyen la convivencia en la polis. Así se debilitan las democracias.
La política y las instituciones, en una sociedad libre y decente, pueden brindar a los seres humanos oportunidades para ser libres, para respetar a los que piensan diferente, para educarse en la libertad, para deliberar sobre los conflictos, etc. Estas posibilidades son demasiado importantes para dejarlas en las manos de los demagogos de turno. Por lo tanto, la participación ciudadana en la polis es necesaria.
Si realmente nos importa la política, debemos evitar a toda costa las ideologías totalitarias y los fanatismos varios.
La ciudadanía democrática libre no surge espontáneamente, sino que requiere ciertas condiciones sociopolíticas: bienestar social, educación, trabajo digno, juicio reflexivo, prudencia, imaginación y pensamiento amplio. Mientras las democracias favorecen estas condiciones, las dictaduras las impiden.
Jose Jimenez, Profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración, Universidad Pablo de Olavide
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