Por: Josep Pique
Rusia ya ha perdido la guerra, pero no la aceptará. Y Ucrania, a pesar de todo, la está ganando, pero a un coste cada vez más inasumible. Todo apunta a la cronificación del conflicto.
Dos meses y medio después del inicio de la invasión rusa de Ucrania, ya se pueden sacar algunas conclusiones provisionales. Es cierto que es muy prematuro ir más allá. La evolución de la guerra está todavía sujeta a muchas incógnitas y variables, y la desinformación o información sesgada o falsa, propia de cualquier conflicto armado, dificulta hacer declaraciones exhaustivas o mínimamente sólidas basadas en realidades incontestables.
Pero algunas cosas ya se pueden confirmar. El objetivo de Rusia era, sin duda, llevar a cabo una rápida y contundente ofensiva -basada a priori en un enorme desequilibrio de fuerzas- que tendría como consecuencia inmediata el colapso de las instituciones ucranianas y la caída del gobierno de Volodímir Zelensky y su sustitución por un títere que neutralizaba de facto la soberanía y su subordinación a los intereses estratégicos de Moscú, evitando cualquier posibilidad de integración de Ucrania tanto en la Alianza Atlántica (OTAN) como en la Unión Europea.
Además, Rusia pretendía controlar, más allá de Donbas en su totalidad y Crimea -que ya forma parte de Rusia desde 2014-, dos corredores. Uno, al este, entre Crimea y Rusia; otra, al oeste, entre Crimea y Trasnistria, cortando cualquier acceso directo desde Ucrania al Mar de Azov y al Mar Negro. Rusia controlaría así todos los puertos e impediría el libre acceso a la principal ruta comercial de Ucrania, que tendría que someterse a los intereses de Moscú, convirtiéndose en un país vasallo.
Parece difícil pensar que Rusia quisiera invadir y, en consecuencia, ocupar todo el país. Para ello, las fuerzas militares terrestres desplegadas tendrían que ser sustancialmente mayores y solo sería posible con una movilización forzada masiva que sería difícil de sostener, sobre todo teniendo en cuenta la más que previsible resistencia ucraniana y una población mayoritariamente hostil.
Por otro lado, Rusia quería enviar un mensaje a Occidente de que tendría que aceptar que no sería posible una mayor expansión de la OTAN y que, si quería reconstruir una arquitectura mínima de seguridad en el continente, tendría que retirarse sus fuerzas militares a posiciones antes del colapso de la Unión Soviética.
Esta afirmación se basó en dos convicciones. El primero provino de la débil respuesta occidental a anteriores agresiones rusas en Moldavia –apoyando la “independencia” de Trasnistria–, en Georgia –haciendo lo propio con Osetia del Sur y Abjasia– o en la propia Ucrania en 2014, con la anexión ilegal de Crimea y la ocupación parcial de Donbas. Sin contar las intervenciones en Siria y Libia -indirectas, pero evidentes- ni la utilización del ejército ruso en apoyo al gobierno kazajo hace unos meses. Rusia no tuvo una respuesta unitaria y contundente de la Alianza Atlántica, con Estados Unidos en una posición inequívoca, así como -con todos los matices- la Unión Europea.
La segunda fue que EE. UU., centrado en el Indo-Pacífico y su lucha sistémica con China, no iba a ver la invasión de Ucrania como una amenaza para sus intereses vitales y su seguridad. Pero esa misma concentración en el Indo-Pacífico implica la necesidad de un compromiso con sus aliados en Europa, para enviar un claro mensaje disuasorio a China ante cualquier tentación de intervenir en Taiwán.
Al mismo tiempo, la caída del gobierno de Zelensky parecía una tarea fácil, comenzando con la eliminación física o, en el mejor de los casos, el exilio, creando un vacío que conduciría a la rendición inmediata del ejército ucraniano.
Todo esto le ha fallado a Vladimir Putin. Los resultados hasta ahora son todos contraproducentes para sus intereses. La heroica resistencia de Ucrania y el liderazgo valiente y efectivo de Zelensky no solo han frustrado sus planes, sino que también han generado una conciencia nacional ucraniana y anti-rusa intensificada e irreversible, en contradicción con el sueño nacionalista de la Gran Rusia eslava. . . Y ha animado a Occidente a aportar más dinero y armamento a Ucrania, convencido de que eso podría impedir la victoria de Moscú y debilitar no solo la imagen y el prestigio de sus fuerzas armadas, sino también la propia economía rusa, golpeada por las sanciones y por necesidades financieras para mantener una guerra de desgaste indefinida.
Al mismo tiempo, la OTAN ha movilizado más que nunca sus capacidades en la frontera con Rusia y ha abierto la puerta a una expansión inmediata para dar respuesta a las preocupaciones de países hasta entonces neutrales como Suecia y Finlandia, recrudeciendo el cerco en el Báltico. La Alianza ha recuperado plenamente su “objeto social” y el apoyo mayoritario de los ciudadanos europeos ante la evidencia de la amenaza rusa a su seguridad colectiva, reforzando además el vínculo transatlántico.
Es cierto que, mientras las sanciones no incluyan medidas contundentes sobre las importaciones de hidrocarburos, Rusia está evitando su colapso económico. Por ahora, el rublo se mantiene y su sistema bancario ha demostrado su resistencia. Pero incluso antes de que se materialicen las sanciones energéticas, todo apunta a una caída del PIB en torno al 15% y una inflación superior al 20% para este año. De ahí la enorme importancia de los debates en el seno de la Unión sobre las importaciones de carbón -ya se ha decidido su eliminación progresiva-, petróleo -que se realizará en breve, a pesar de las dificultades- y, por supuesto, de gas. La posición final de Alemania en este punto es crucial. Y está avanzando. En cualquier caso, la aceleración del calendario para la reducción drástica de su dependencia del gas ruso ya es una realidad.
Por otra parte, todos los analistas militares coinciden en mostrar su sorpresa ante las evidentes pruebas de incompetencia militar por parte de las fuerzas armadas rusas, tanto desde el punto de vista estratégico como táctico y operativo.
La forma de planificar la invasión, atacando de forma descoordinada en cuatro frentes, los flagrantes problemas logísticos, la poca o nula coordinación entre las fuerzas terrestres y las de artillería y aviación, o la no concreción de su superioridad aérea y naval son algunos ejemplos. Sorprende que no explotara la enorme asimetría entre las respectivas fuerzas aéreas, ni el humillante hundimiento del Moskva, su buque insignia en el Báltico.
Ambas cosas tienen sus consecuencias en el campo de batalla: los aviones rusos apenas tienen armas teledirigidas, lo que les obliga a volar bajo y ser blancos fáciles de los ataques antiaéreos ucranianos, y los barcos rusos han tenido que alejarse de la costa, lo que supone un asalto anfibio en Odessa cada vez más difícil.
En gran medida, en la base de estos hechos está la ventaja ucraniana a la hora de controlar las comunicaciones del ejército ruso –algo letal para sus intereses– o su capacidad para neutralizar ciberataques a infraestructuras críticas. Evidentemente, esto ha sido posible gracias a la ayuda estadounidense, que se viene dando desde 2014, tras la primera guerra ruso-ucraniana.
Pero no debemos olvidar otra realidad: la enorme corrupción que ha ido en detrimento del correcto equipamiento o mantenimiento, sin olvidar que la corrupción también está muy extendida en Ucrania. O la gran diferencia entre las fuerzas armadas: la moral de las tropas. Los ucranianos luchan por su libertad y la supervivencia de su propio país. Los rusos, en su mayoría tropas de reclutamiento, están desmotivados y sin objetivos claros y sujetos a mandos descoordinados, mal comunicados y que, por la necesidad de estar sobre el terreno, han sufrido importantes bajas.
No conocemos las cifras reales, pero todo apunta a enormes pérdidas humanas y materiales por parte de Rusia. Lo que, por otra parte, no ha impedido -probablemente ha promovido- la devastación en las zonas de conflicto, los crímenes de guerra y los bombardeos masivos contra la población civil en las ciudades.
El resultado de todo esto es claro: Rusia ha abandonado, al menos por ahora, la ocupación de kiev y su presencia en el norte, este y sur, para concentrarse en el sureste y consolidar su posición en todo el Donbás, incluido un corredor a Crimea, al trágico costo de la destrucción criminal de Mariupol. Difícilmente podrá aspirar a tomar Odessa, al menos en el plazo previsible, aunque podrá seguir bombardeándola con misiles desde el Mar Negro mientras dure el enfrentamiento militar.
En definitiva: todo apunta a que ninguno de los dos bandos va a aceptar su derrota, pero tampoco podrán cantar victoria. Nos enfrentamos a una guerra de desgaste con dos ejes de coordenadas: los límites de la capacidad económica y militar rusa para sostenerla mucho más tiempo, y los límites de la resiliencia ucraniana, determinada por los suministros de Occidente, que van a ser duraderos y crecientes, dado el objetivo de debilitar a Rusia y abandonar cualquier tentación de agresión futura.
Las víctimas de esta historia son los soldados ucranianos, los civiles y millones de desplazados que sufren las consecuencias de un conflicto geopolítico de enorme magnitud. Por ello, es imperativo un cese al fuego, que podría darse cuando las partes entiendan que no es de su interés prolongar el conflicto, dados los costes que ello supondría. Probablemente, todavía no estamos allí, porque las partes piensan que aún pueden mejorar su posición relativa.
Rusia ya ha perdido la guerra, pero difícilmente la va a aceptar. Y Ucrania, a pesar de todo, lo está ganando, simplemente porque no lo está perdiendo, pero a un costo cada vez más inasumible.
El resultado más previsible, en este contexto, es la cronificación del conflicto. Solo cuando eso suceda habrá que pensar en posibles soluciones diplomáticas que respondan únicamente a la voluntad soberana de los ucranianos. No es admisible una nueva Yalta en la que potencias externas decidan el futuro de las naciones, en base a sus intereses geopolíticos y la correlación de fuerzas.
Hoy, el alto el fuego no parece posible todavía. Pero no perdamos la esperanza de que el sufrido y valiente pueblo de Ucrania logre la paz, la seguridad y la libertad que sin duda se está ganando al precio de su enorme sacrificio. Nuestra responsabilidad moral nos obliga a apoyarlos. Porque ellos también luchan por nosotros y por nuestra seguridad y libertad.
Josep Piqué es editor de Política Exterior.
Original de Politica Exterior