Por: Luis Manrique
Rusia nunca ha dejado de ser un imperio porque lo adquirió antes de convertirse en nación. Cíclica y trágicamente, los líderes rusos se sienten obligados a expandir sus fronteras, creando barreras geopolíticas para reemplazar obstáculos físicos inexistentes.
En agosto de 1999, Vladimir Putin, entonces primer ministro ruso, ordenó el lanzamiento de la llamada segunda guerra chechena con un asalto a Grozni, después de que la primera (diciembre de 1994-agosto de 1996) obligara a Boris Yeltsin a declarar un alto el fuego unilateral, retirar tropas e iniciar negociaciones de paz con los separatistas de la llamada República Chechena de Ichkeria.
Después de las guerras, la población de etnia rusa en la república del Cáucaso cayó del 25% en 1989 al 4% en 2002. Putin no estaba dispuesto a tolerar más pérdidas territoriales que reducirían aún más la «profundidad estratégica» de Rusia, que, en 1991, con el colapso de la Unión Soviética, volvió casi a las fronteras de 1721, cuando Pedro I fundó el imperio (Российская Империя, rossíyskaya impériya).
El fuego aéreo y de artillería ruso arrasó barrios, escuelas y hospitales en la capital chechena. Después de un asedio en el invierno de 1999-2000 que se cobró la vida de entre 25.000 y 50.000 civiles, Moscú restauró su dominio sobre una región que Catalina II conquistó en 1785. Grozny quedó, como la describió la ONU, como la “una de las ciudades más destruidas del mundo”. Putin quizás lo consideró un honor.
La nación imaginada
En una reciente comparecencia ante la prensa, el canciller ruso, Serguéi Lavrov, subrayó que los rusos “tenemos nuestra propia historia y forma de entenderla y garantizar nuestra seguridad e intereses”. Después de todo, invadir países es una larga tradición imperial rusa, que durante largos períodos del siglo XVIII se expandió al ritmo de una Bélgica anual.
En Lost Kingdom (2017), Serhii Plokhy recuerda que Rusia es un estado relativamente joven: su historia comienza en la década de 1470, durante el reinado de Iván III, el primer gobernador del Gran Ducado de Moscú que se autoproclamó zar. Desde entonces, escribe Plokhy, Rusia ha luchado por reconciliar los “mapas mentales” de su etnicidad, cultura e identidad con el mapa político real. La guerra de Ucrania muestra, en este sentido, que la extensión geográfica de la nación rusa (narod) crea un problema geopolítico global.
En 1991, Rusia, sin ser derrotada como Francia en 1815 o Alemania en 1918 y 1945, volvió a sus fronteras del siglo XVIII, como si ese año Estados Unidos hubiera regresado al territorio anterior a la Compra de Luisiana.
Debido a su historia y geografía, los líderes rusos tienden a creer que los peligros para el estado ruso son siempre externos e ideológicos (liberalismo, marxismo…) más que internos y estructurales. Cuando Nicolás I –el “gendarme de Europa”– percibió en 1848 un peligro mortal en las ideas que florecían en la “primavera de los pueblos”, invadió Polonia y Hungría. En Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968 y en Ucrania en 2014 y 2022, la respuesta de Moscú fue similar: atacar la fuente del contagio. En 2014, Vladislav Surkov, el ideólogo de la corte de Putin, escribió que la anexión de Crimea terminaría para siempre con los «intentos fallidos» de Rusia de convertirse en parte de la civilización occidental.
Al oeste, este y sur, Rusia sólo está separada de sus adversarios tradicionales -alemanes, polacos, mongoles, tártaros…- por extensas llanuras y estepas que los ejércitos enemigos han utilizado durante siglos para invadir su territorio, lo que explica, según Thomas Graham, experto en Rusia del Consejo de Relaciones Exteriores, que en realidad nunca ha existido un Estado-nación ruso en sentido estricto. Rusia siempre ha sido, de una forma u otra, un imperio.
El historiador británico Geoffrey Hosking está de acuerdo con Graham. El Reino Unido, dice, «tenía» un imperio; Rusia, en cambio, nunca dejó de serlo porque lo adquirió antes de convertirse en nación. Cíclica y trágicamente, Rusia cree que se ve obligada a alejar sus fronteras de su núcleo central (corazón), creando barreras geopolíticas que reemplazan las barreras físicas inexistentes. Ese impulso expansivo solo se detiene cuando encuentra algo más fuerte para resistirlo.
Putin cree en las teorías de Lev Gumilev, un excéntrico etnólogo ruso que en sus 12 años en las cárceles soviéticas escribió libros argumentando que cada nación tiene su propio «espíritu expansivo». Según él, su «código genético infinito» le dio a Rusia un «super-ethnos».
Revoluciones de color
La ampliación de la OTAN ha sido una forma de responder a las obsesiones de Rusia con las llamadas “revoluciones de colores”, para las que no existen soluciones militares fáciles. En un discurso de 2006 en Vilnius, el entonces vicepresidente de EE. UU., Dick Cheney, dijo que la democracia, que había tenido tanto éxito en las costas del Báltico, podría tener el mismo éxito en el Mar Negro: “Lo que es cierto en Vilnius también puede ser cierto en Tbilisi, Kyiv, Minsk, Moscú…”, dijo.
Ante estos peligros, Putin y los siloviki creen que la solución es reconquistar las tierras rusas y despojarlas de cualquier atributo de Estado soberano: “desnazificación y desmilitarización”, en palabras de Putin. En 2008, Aleksandr Solzhenitsyn escribió que el llamado «pueblo ucraniano» con su propio idioma y cultura era un engaño. Vladimir Medinski, jefe de la delegación rusa en las negociaciones con kiev, es historiador y divulgador de las ideas panrrusas. Es comprensible: si no existe una identidad nacional ucraniana, un estado ucraniano desvía a Ucrania de su destino histórico como parte inseparable de Rusia.
Los siloviki no ocultan sus intenciones. Una declaración de victoria publicada prematuramente por la agencia de noticias RIA Novosty el 26 de febrero aclamó a Putin como el «restaurador de la plenitud histórica» de Rusia, anunciando que el estado ucraniano había dejado de existir y nunca volvería a hacerlo.
Gustav Gressel, investigador del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, recuerda que Carl Schmitt, el jurista más influyente del Tercer Reich, escribió en 1939 que solo los imperios eran verdaderamente soberanos porque disfrutaban -en virtud de su historia, poder y etnicidad- el poder de gobernar a otros Estados y que para lograrlo podían infringir leyes “abstractas”. Ese mismo razonamiento explica, según Gressel, por qué Moscú criticó la intervención de la OTAN en los Balcanes pero no la limpieza étnica serbia en Croacia, Bosnia y Kosovo: sólo Belgrado tenía derecho a un imperio, no Zagreb, Sarajevo o Tirana.
‘Mitteleuropa’
Un problema adicional para el Kremlin es que, a diferencia de las guerras contra los pueblos islámicos, circasianos o de Asia Central, Ucrania comparte una historia, tradiciones e idioma similares con Rusia, lo que explica la baja moral de las tropas rusas. Según Napoleón, en una guerra la moral es, en relación al aspecto físico, las tres cuartas partes del total.
Nataliya Gumenyuk, periodista que está cubriendo los campos de batalla sobre el terreno, señala en The Washington Post que el 93% de los ucranianos están convencidos de que pueden ganar la guerra. No tienen otra salida. En Kherson y otras ciudades ocupadas ha habido informes de deportaciones masivas a Rusia y secuestros de funcionarios y activistas por parte de soldados rusos.
Traumas similares, causados por pérdidas cíclicas de soberanía y territorios, forman los cimientos de la identidad colectiva de Mitteleuropa, atrapada entre Oriente y Occidente, y que hoy ve en Ucrania su pasado y, sobre todo, cuál puede ser su futuro. Según Ivan Krastev, la de Ucrania es una guerra de “recolonización”.
Pero si Putin quería convertirse en el padre de una nueva Rusia, terminará siendo el progenitor de una nueva Ucrania. Retomar Mosul de manos de 6.000 yihadistas de Daesh le llevó al ejército iraquí nueve meses de lucha casa por casa. Kiev es una pieza mucho más grande, incluso para el oso ruso. En Afganistán, el Ejército Rojo sufrió unas cinco bajas diarias, frente a las casi 400 que diversas fuentes estiman que están sufriendo las fuerzas rusas en Ucrania. En enero, Leonid Ivashov, líder de un grupo de militares rusos retirados, advirtió que una invasión de Ucrania, que podría convertir a rusos y ucranianos en «enemigos perpetuos» y llevar a Rusia al borde de la guerra con la OTAN, amenazaría a la propia existencia de Rusia como estado.
Luis Manrique, Periodista y Analista Internacional.
Publicado por Politica Exterior