Lídia Brun
La crítica a la globalización tiene una larga tradición. Pero en la década de 1990 y 2000 se circunscribía a los países del tercer mundo y las minorías políticas que representaban los movimientos altermundialistas en Occidente, los acontecimientos de los últimos años lo han situado en el epicentro. Este libro clasifica y recoge seis visiones sobre el fenómeno, desde las más optimistas hasta las más críticas.
Si la Gran Crisis Financiera tuvo algún aspecto positivo, posiblemente fue que condujo al reconocimiento del carácter insostenible del modelo de crecimiento neoliberal imperante, basado en la desregulación de los mercados, el crédito como fuente de demanda, la financiarización del gobierno corporativo y hiperglobalización. Pero si la respuesta política a la crisis de 2008 atacó algunos de estos flancos y mejoró, aunque de manera insuficiente, la regulación del sistema financiero, el papel de la creciente integración económica como fuente de interdependencia y vulnerabilidad quedó como una asignatura pendiente. Los acontecimientos de la larga década desde la crisis han sido un recordatorio contradictorio de que un reconocimiento similar de la naturaleza del modelo de globalización y sus contradicciones no debe posponerse.
En ese periodo han tenido lugar desde el traumático maltrato a Grecia tras el referéndum de 2015, imposible de hacer efectivo bajo los tratados europeos, hasta el referéndum británico para salir de la Unión en 2016, que escenificaba la posibilidad de revertir la integración económica. Pasando por la elección de Donald Trump y su “America First” en ese mismo año, que frenó la firma de dos tratados de libre comercio, o el intento de la OCDE de frenar la sangría de la evasión fiscal por parte de grandes y activas empresas con un acuerdo histórico en 2021 A lo que hay que sumar sucesivos fracasos en materia climática y, por si fuera poco, la llegada de una pandemia mundial en 2020, la debacle estadounidense en Afganistán en 2021 y la invasión rusa a Ucrania en 2022. Está claro que la El mundo profundamente interconectado y multipolar, del siglo XXI carece de mecanismos de gobernanza eficaces para garantizar la paz y la prosperidad mundiales.
La crítica a la globalización tiene una larga tradición. Pero si en los años noventa y dos mil se circunscribía a los países del tercer mundo y las minorías políticas que representaban los movimientos altermundialistas en Occidente, los acontecimientos de los últimos años lo han situado en el epicentro. De Fin de Historia de Francis Fukuyama han surgido spin-offs en múltiples direcciones: todos coinciden en que la visión triunfalista de la globalización ha sido refutada por la realidad, pero discrepan del diagnóstico y del énfasis en los protagonistas. En tiempos de extrema polarización, que amenaza con disolver un sentido compartido de humanidad que parecía ya conquistado, cualquier empresa que busque facilitar la escucha recíproca entre relatos alternativos, así como la gestión de la discrepancia, es digna de elogio. Anthea Roberts y Nicolas Lamp, expertos en Derecho Mercantil Internacional y autores de Las seis caras de la globalización, se dedican a esta tarea, una propuesta de taxonomía del discurso para ordenar estas críticas y encontrar, en la medida de lo posible, bases de consenso.
Discursos sobre la globalización
Las seis caras de la globalización proponen clasificar las narrativas sobre ella en seis grandes grupos, según la unidad de análisis utilizada (nacional versus internacional), a quién consideran que ha ganado (todos, nadie, algunos) y a costa de quién (con énfasis en redistribuciones vertical u horizontalmente). De esta clasificación emergen dos narrativas opuestas y cuatro narrativas intermedias. En el primer polo, la narrativa del establishment se centra en las ganancias absolutas de la globalización, con poca atención a su distribución, y en la convicción optimista de que expandir las relaciones comerciales traería paz y prosperidad al mundo. En el polo opuesto, la narrativa de las amenazas globales enfatiza la creciente vulnerabilidad derivada de la interdependencia sistémica y concluye una eventual pérdida absoluta para toda la humanidad, de la que el Covid-19 habría sido una alerta temprana.
A mitad de camino, encontramos dos narrativas a la izquierda, que destacan un aumento de la desigualdad en sentido vertical, de pobres a ricos, y dos narrativas a la derecha, que interpretan la desigualdad en sentido horizontal, entre nativos y extranjeros o entre países. Entre los primeros, la narrativa populista de izquierda enfatiza la captura de una parte creciente del ingreso nacional por parte de una élite que se ha beneficiado de la globalización sin compartir sus beneficios con los perdedores, mientras que la narrativa del poder corporativo apunta a las grandes empresas. que con la globalización se han vuelto imposibles. gigantes regulares. Entre estos últimos, la narrativa de la derecha populista denuncia el deterioro de las condiciones de vida de la clase obrera blanca occidental a través del “robo” de empleos que no solo proporcionaban ingresos, sino que también articulaban un sentido de comunidad. Finalmente, la narrativa geoeconómica interpreta las relaciones internacionales como un juego de suma cero y subraya las amenazas latentes de una pérdida de poder relativo de Occidente ante el surgimiento de un mundo multipolar.
Los autores declaran desde un principio que su intención no es someter estas narraciones a un escrutinio en contraste con la realidad, sino señalar elementos de claridad y deficiencias en cada una de ellas, así como identificar puntos en común y complementariedades. El problema con este enfoque es que, si bien los mismos hechos pueden interpretarse de manera diferente sin más evidencia concluyente, las narrativas políticas sirven a intereses en conflicto, y los hechos son importantes para distinguir los diagnósticos de la mera propaganda. Un ejemplo de ello es cómo se valida la narrativa populista de derecha, que se erige como la mayor defensora de la cohesión social y la dignificación de la clase trabajadora occidental. Es cuanto menos cuestionable posicionar a Trump como un defensor de la clase obrera estadounidense frente a la pérdida de estatus derivada de los tratados de libre comercio, cuando presentó este discurso como una simple coartada para acometer una reforma fiscal altamente regresiva.
¿Es la ventaja comparativa todo lo que brilla?
Otro ejemplo en el que abundan los autores es el de atribuir al libre comercio una especie de génesis espontánea de la globalización, ignorando el impulso mercantilista de los imperios europeos en el siglo XIX, o el chantaje financiero del FMI para avanzar en la agenda de la globalización, que de otro modo muchos países habrían rechazado. La teoría de la ventaja comparativa es una poderosa construcción teórica para explicar el beneficio potencial y el estímulo del crecimiento del libre comercio. Pero la teoría económica lo ha ponderado con aportes realistas y condicionantes que están completamente ausentes en el libro. ¿Por qué China ha sido capaz de sacar a millones de personas de la pobreza en los últimos años? ¿Ha sido el resultado únicamente de su integración en cadenas productivas globales? ¿Su política industrial ha ayudado a asegurar una participación nacional significativa en el retorno de la inversión internacional y su reinversión encaminada a cerrar la brecha tecnológica? ¿Cuánto han contribuido los controles de capital y la política monetaria a mantener el yuan subvaluado, subsidiando así su sector exportador?
El propio análisis de los autores sobre el destino de México en su integración económica con Estados Unidos y Canadá a través del TLCAN concluye que, aunque ha habido una transferencia de mano de obra manufacturera desde Estados Unidos, las condiciones salariales de los trabajadores mexicanos han empeorado durante el mismo período. Además, el tramo de especialización de México en los encadenamientos productivos que promueve el TLCAN no le ha permitido desarrollar una técnica con efectos indirectos positivos sobre el resto de la estructura productiva del país.
En este sentido, se atribuye a la globalización la mejora de las condiciones de vida de millones de personas en el planeta, pero no se aclara que, si el destino de muchos países igualmente expuestos a la globalización ha sido desigual, puede deberse a otros elementos más allá de las consideraciones morales. Es una trampa intelectual para investir la narrativa del establecimiento con solidez positiva, mientras que sus críticas se presentan de una manera puramente normativa. Este problema podría haberse resuelto prestando más atención a narrativas diferentes que las que han sido representadas por movimientos sísmicos en la política occidental reciente.
La integración económica sin el desarrollo paralelo de instituciones políticas para gobernarla ha sacado de facto los temas económicos de la esfera democrática, produciendo equilibrios ineficientes y aumentando la inestabilidad financiera. La integración financiera produce fuertes interdependencias entre los sistemas regulatorios y la política macroeconómica de los países.
Crítica positiva a la globalización
El libro tiene un capítulo que da testimonio de años de críticas realizadas por el grupo de países del tercer mundo, pero tampoco se le otorga una categoría de análisis positivo. Sin embargo, las teorías del desarrollo han explicado cómo la liberalización comercial no siempre produce efectos beneficiosos, especialmente en las primeras etapas cuando la tecnología local es demasiado primitiva para competir en el mercado mundial y la liberalización económica desmantela la industria joven. Cuando hay economías de escala (por ejemplo, en presencia de dinámicas de aprender haciendo) el patrón de especialización es endógeno y la ventaja comparativa es dinámica. Las externalidades productivas y las fallas de coordinación pueden atrapar al país en niveles de inversión subóptimos y trampas de pobreza. Por otro lado, especializarse en la explotación de materias primas ha sido una “maldición” para muchos países, además de producir divergencias económicas entre socios comerciales si los términos de intercambio mejoran sistemáticamente a favor de algunos por la naturaleza de los procesos productivos involucrado especializarse les permite incorporar más innovación tecnológica. Todas estas dinámicas producen «caminos dependientes» que son difíciles de revertir sin una política pública que promueva la industria nacional.
Asimismo, la integración económica sin el desarrollo paralelo de las instituciones políticas que la gobiernan ha sustraído de facto las cuestiones económicas del ámbito democrático, produciendo balances ineficientes y aumentando la inestabilidad financiera. La literatura económica explica cómo la integración financiera (que no forma parte de la teoría de la ventaja comparativa) produce fuertes interdependencias entre los sistemas regulatorios y la política macroeconómica de los países. Y es que las fuentes de la ventaja comparativa no tienen por qué ser tecnológicas, sino que pueden deberse a una menor fiscalidad, compensación por el trabajo o regulación ambiental. En este caso, la competencia empuja hacia la desregulación y el resultado del mercado es subóptimo.
Por otro lado, la liberalización del balance de capitales aumenta la vulnerabilidad financiera y expone a los países a “paradas repentinas” en la dirección de los flujos de capital, por ejemplo debido a cambios en la política monetaria de un país extranjero, lo que puede llevarlos a la bancarrota en cuestión de días como sucedió en el sudeste asiático y América Latina en la década de 1990. Hasta ahora, esta tensión entre el capitalismo global y los estados nacionales como última garantía de estabilidad e ingresos se ha resuelto con profundos sesgos distributivos, como lo demuestra el desarrollo desigual de las instituciones que protegen los derechos de propiedad (como los tribunales arbitrales) frente a las que los mancomunan riesgos Resolver los trilemas de la globalización financiera en un sentido democrático requeriría fortalecer instituciones de cooperación como la ONU, cuya importancia ha sido disminuida por los países occidentales en favor de estructuras como el G-7 o el G-20
Contradicciones y dilemas
En contra de su propio juicio, los autores proporcionan evidencia empírica en apoyo de muchos de los argumentos críticos. Esta es una de sus mayores virtudes: dar a cada narración la oportunidad de defenderse en sus propios términos legítimos, rescatando sus elementos más interesantes. El mayor defecto es presentarlos de forma reduccionista para que encajen a martillazos en su taxonomía, impidiendo que se entienda el análisis en toda su complejidad. Así, al poner en diálogo las distintas narrativas, los autores pretenden identificar bases de coincidencia en distintos discursos cuando, en el fondo, estos forman parte de un mismo diagnóstico integral, y transmiten un sentido caricaturesco.
Más interesante es el análisis de la superposición entre narrativas de diferentes ideologías. Ejemplos de ello son la coincidencia de la extrema derecha y la izquierda populista en el rechazo a los nuevos tratados de libre comercio, el dilema entre política antimonopolio y política industrial ante la entrada de competidores estratégicos en infraestructuras esenciales, los costes distributivos de la acción climática, o el futuro sin trabajo ante la automatización y la consecuente angustia económica que genera expresada en términos culturales. La crisis global derivada de la pandemia del Covid-19 o la crisis energética que se produciría en Europa sin el gas importado de Rusia son ejemplos recientes de la vulnerabilidad que produce la interdependencia económica sin mecanismos de redundancia productiva, autonomía estratégica y gobernanza global.
Estos nuevos y complejos desafíos producidos por el agotamiento del modelo hegemónico de globalización requieren la integración de aportes diversos para construir un nuevo consenso, en lo que los autores denominan una “visión caleidoscópica”. La idea de la globalización como una “marea que levanta todos los barcos” era demasiado optimista. La pregunta es qué debería reemplazarlo. Roberts y Lamp destacan la necesidad de poner la desigualdad en el centro y reconocer que toda política económica tiene consecuencias distributivas. También proponen ponderar el valor de la eficiencia económica frente a otros como la cohesión social o la sostenibilidad. Para que esto sea posible, es necesario desarrollar instituciones democráticas para una gobernanza global que regule y discipline los peores impulsos del mercado, que amortigüe los choques en lugar de amplificarlos y que permita una justa distribución de los beneficios.
Lídia Brun es investigadora doctoral en Macroeconomía y Desigualdad en la Universidad Libre de Bruselas.
Texto original de Politia Exterior.
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