Por: Jose Pique.
Rusia quería la guerra y la está haciendo, y su cálculo sobre la insuficiente reacción de Occidente, por ahora, está siendo acertado.
Inevitablemente, tenemos que volver a hablar de la situación en Ucrania, la intervención militar rusa en el país. una invasión terrestre a través de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk para ocupar todo Donbas, incluido el puerto de Mariupol en el Mar de Azov. Como era de esperar, el avance continuará hasta llegar tanto a la península de Crimea, anexada ilegalmente por Rusia en 2014, como a Odessa, en una operación combinada con la fuerza naval rusa en el Mar Negro, y, quizás, hasta Transnistria -la región de Moldavia ocupada por Rusia y autoproclamada independiente en 1990, cerrando así la salida al mar de Ucrania.
Asimismo, Rusia intenta tomar la capital, Kiev, y otros lugares del sur del país e incluso el curso del río Dniéper, primero con ataques aéreos -para neutralizar rápidamente al claramente inferior ejército ucraniano-. en este campo, o incluso con una ocupación militar sobre el terreno, dificultada por la capacidad antitanque de Ucrania. Parece que en el análisis costo-beneficio particular de Vladimir Putin, el costo para Rusia será el mismo ya sea que limite su intervención a Donetsk y Lugansk o la haga mucho más ambiciosa.
Tal situación dejaría a Ucrania con aproximadamente la mitad de su territorio reconocido internacionalmente y sumergida en una crisis política que podría hacer que el presidente Volodymyr Zelensky y su gobierno fueran reemplazados por uno menos inclinado a confrontar a Rusia y más inclinado a inclinarse ante sus intereses. Evidentemente, todo ello va acompañado de ciberataques contra infraestructuras críticas y campañas de desestabilización, ya confirmadas en otras ocasiones.
Rusia lograría así sus objetivos: la práctica anexión del este y sur del país, “restaurando” la gran Rusia eslava –que incluye a la Rusia Blanca, hoy Bielorrusia–; bloquear la posible entrada de Ucrania en la OTAN -que ya logró con Georgia con la guerra de 2008 y el apoyo a la independencia de Abjasia y Osetia del Sur- y comprobar la incapacidad de Occidente para afrontarlo de forma efectiva. En definitiva, Putin está dando un paso decisivo en la recuperación de la esfera de influencia que históricamente codiciaron los zares y que se forjó en la antigua Unión Soviética.
Así, con Moldavia y Ucrania neutralizadas –con su territorio amputado– e integrando Bielorrusia en la práctica, el territorio soviético en Europa sólo dejaría fuera a las repúblicas bálticas, protegidas en su seguridad por su pertenencia a la Alianza Atlántica y la posible aplicación del artículo V del Tratado de Washington.
En lo que respecta a Asia Central, la reciente intervención militar en Kazajistán y el incuestionable apoyo al mantenimiento de los regímenes uzbeko, turkmeno y tayiko -actualmente Kirguizistán cuenta con un régimen democrático- evidencian el regreso a la órbita rusa de países que fueron repúblicas de la URSS
. Lo que, por cierto, provoca claros recelos en China, para la que estos territorios son fundamentales en su estrategia de proyección global expresada en la Nueva Ruta de la Seda, presentada en 2013 por Xi Jinping precisamente en la capital kazaja.
Estamos, por tanto, ante la realización de la aspiración laica de Rusia desde el punto de vista geopolítico, y ante la recuperación de gran parte de lo que Rusia perdió con la derrota del bloque soviético en la guerra fría.
Lamentablemente, se ha demostrado una vez más que, frente a regímenes dispuestos a utilizar la fuerza militar sin disculpas para promover sus intereses y objetivos, ni la diplomacia ni la disuasión no militar son suficientes. Y que la manifiesta asimetría de capacidad económica e industrial –que no permitiría a Rusia sostener una guerra en el mediano y largo plazo– no es óbice para el atrevimiento y el cinismo en las acciones coyunturales y en la realización de la doctrina de los hechos consumados. La prueba es que las sanciones que Occidente está aplicando en estos momentos, siendo realmente costosas para Rusia y para Putin y su entorno, no han generado la retirada de la amenaza, ni siquiera la distensión.
Y ello a pesar de que las sanciones económico-financieras tienen un efecto muy significativo sobre las entidades financieras rusas que son clave para Moscú, en la medida en que son elementos sustanciales de financiación de la proyección del poder tanto interno como externo -en materia, también, directamente relacionado con su industria de defensa. También afectan personalmente al séquito inmediato de Putin, incluido el jefe de gabinete, el ministro de defensa o los parlamentarios de la Duma, incluidos los oligarcas y sus partidarios financieros y económicos en el extranjero. Las sanciones les afectan a ellos y a sus familias, impidiendo el flujo de recursos que se invierten en Londres, París o Nueva York y luego revierten en Rusia y, en particular, en Putin y su círculo.
Además, se corta el acceso de Rusia a los mercados internacionales occidentales para financiar su deuda y se paraliza indefinidamente la puesta en marcha del Nord Stream 2, ya decidida por Alemania, antes de que fuera implantada por Estados Unidos a través de la parálisis de su red corporativa desde Suiza.
Finalmente, vamos a ver las restricciones comerciales relevantes, especialmente en el campo tecnológico: Rusia depende en gran medida de Occidente para ciertos suministros vitales. Además, en el campo financiero, la expulsión del sistema SWIFT, que permite flujos financieros en dólares y otras monedas alrededor del mundo.
No son, por tanto, sanciones baladíes. Sin embargo, Rusia se ha estado preparando para ello, acumulando un enorme volumen de reservas –del orden de los 600.000 millones de dólares–, estrechando sus lazos comerciales, tecnológicos y energéticos con China y otros países afines, y relajando sus regulaciones bancarias para asegurar su solvencia, al menos a corto plazo.
Por otro lado, las sanciones son un arma de doble filo, ya que también afectan los intereses occidentales, particularmente los que afectan el comercio de hidrocarburos, especialmente el gas. La dependencia es mutua y afecta tanto al vendedor como al comprador. En particular, los Estados miembros de la Unión más vulnerables como Alemania u otros países de Europa Central y Oriental.
Sin embargo, hay una diferencia. Mientras Rusia es una autocracia con un creciente control totalitario de la población y una opinión pública inexistente, los occidentales son regímenes de libre opinión pública y menos proclives a asumir las consecuencias económicas y sociales –incluida la afluencia masiva de refugiados– derivadas de las sanciones y, Además, no está preparado para un enfrentamiento militar en el continente europeo.
Es cierto que la crisis, en cualquier caso, ha tenido como efecto el fortalecimiento de la OTAN a corto plazo, lo que demuestra una vez más su necesidad, y el vínculo atlántico. Y eso significa reforzar aún más el despliegue militar en los países más directamente amenazados que limitan con Rusia, como los estados bálticos, Polonia o los Balcanes orientales. Algo claramente en contra de la exigencia rusa de volver a la situación anterior a la primera ampliación de la OTAN en los años 90 y su intento de debilitar la cohesión europea y atlántica, explotando sus debilidades y contradicciones internas. Pero eso, transmite cierto mensaje de impotencia ante la agresión militar y envía una señal muy inquietante a China en relación a sus aspiraciones sobre Taiwán y su voluntad de desplazar a EE.UU. del Pacífico y, en general, de Asia.
Sin duda, China está siendo muy cautelosa, logrando un equilibrio entre su apoyo verbal a Rusia y sus propios intereses dispares a largo plazo. Pero ciertamente toma buena nota de todo lo que está pasando.
En definitiva, confirma que Rusia quería la guerra desde el principio. Y que la crisis provocada no es de carácter defensivo. Sus repetidas declaraciones de que no tenía la intención de invadir Ucrania ahora están demostrando ser evidentemente falsas. El uso de los pretextos habituales -desde proteger a ciudadanos rusos o prorrusos hasta transmitir provocaciones inexistentes de un régimen que califica nada menos que de pronazi y genocida- son una mera pantalla para llevar a cabo un clarísimo diseño previo.
Rusia quería la guerra y la está librando, y su cálculo de la reacción insuficiente de Occidente es lamentablemente correcto. Al menos a corto plazo.
Publicado en Politica Exterior.